domingo, 1 de diciembre de 2019

INTRAHISTORIA E IDEOLOGÍA (La ‘Ventaja’ de la Izquierda Global)



Por el Dr. Jairo Bracho Palma
Generalidades
Los señalamientos con arrestos infantiles sobre  los imperios y su malvada naturaleza”; la costumbre de descansar responsabilidades propias sobre conspiraciones internacionales de tinte esotérico; y  nuestra  sobre elaborada técnica para organizar culpas y señalar causas exógenas, y así justificar fracasos y esconder botines;  resultan deleznables.
Por otro lado, las caracterizaciones triunfalistas, las amenazas  huecas apoyadas por actores internacionales ávidos de recursos y más de todo; los ofrecimientos engañosos, y la indiferencia por la suerte de aquellos que creyeron en agoreros  vaticinios de desenlaces épicos sobre la salida del gobierno, no son menos despreciables.
La intrahistoria y las condiciones de contorno del período 1901-1909, y las actuales son similares. Los hechos que a continuación expondremos igual sucedieron irían, con algunas adaptaciones en 2013, 1991, 1958, 1945, 1908, 1899, 1892, 1870, 1859, 1830, etc., y cualquier otro momento en que un nuevo grupo, facción, partido o banda criminal, con voluntad de poder, y algo de sesos, se propusiera dirigir el gobierno.
Hemos encontrado no menos de sesenta condiciones de contorno y caracterizaciones intrahistóricas que se repiten con algunos nuevos elementos contingentes en nuestro muy particular caso.
A menudo, los analistas hablan de movimientos sociales, de la decadencia partidista, de las reiteradas crisis de la economía especulativa, entre otras. No son erradas tales apreciaciones post eventos, pero, existen otras consideraciones que traspasan las especulaciones cartesianas de causa y efecto.
En el caso venezolano ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI suframos los efectos casi copiados al calco de los acaecidos siglos atrás?
La tesis más simple suele ser acertada: algunos grupos bien organizados han estudiado con un demoníaco método de análisis y prospección de escenarios, no tanto la cronología de hechos, sino la esencia intrahistórica e intratemporal de la sociedad venezolana, y lo han cruzado con posibles resultados, tomando en consideración  el predecible comportamiento de las potencias dominantes, de sus compañías globales y de sus pensadores dentro de la denominada ética protestante.
En el grave conflicto que sufre la sociedad venezolana que asiste como corifeo del enfrentamiento sobre dos maneras de ver el país, así las vestales de siempre se rasguen vestiduras y griten anatema, el gobierno ha resultado vencedor, no sólo internamente, sino que ha dejado en ridículo los vaticinios y amenazas de los actores internacionales. Veamos por qué.
La muy bien organizada arremetida de la izquierda por reocupar espacios en Europa y en América ha tenido éxito. Extrañamente, Venezuela que en general asiste con treinta o cuarenta años de retraso a las nuevas tendencias, por vez primera va a la vanguardia, mérito nada honroso ni original, que tiene un peligro evidente porque forma parte de un ensayo de laboratorio, y como experimento, podría explotar en las manos. Una forma más de sociedad dependiente. Esto puede terminar siendo un tremendo fiasco y un verdadero desastre.
La intrahistoria y el intratiempo venezolano han sido cíclicos. Los períodos de paz y prosperidad, sólo interregnos afortunados. Las condiciones de contorno mantienen su esencia.
Algunas Consideraciones Históricas
Quitémosles hierro al asunto e imaginemos con fundamentos históricos:
Marzo de 1902. Horas de la mañana. El gobierno se encuentra en plena lucha contra la “Revolución Libertadora”. Ha abierto operaciones militares sobre los estados occidentales. La revolución domina buena parte de aquellas regiones. Caudillos, políticos de oficio, y los entremetidos habituales: compañías globales y sus gobiernos, secundan el empeño de Manuel Antonio Matos por sacar a Cipriano Castro del poder.
El tema de la pugna política en Venezuela, origen de tanta muerte y tanta miseria, tiene un estigma personal evidente. Los apodos y frases despectivas entre enemigos políticos siguen resultando anecdóticos, y se suelen usar los mismos adjetivos que al parecer, el tiempo no desgasta. Manuel Antonio Matos, de modales afectados, dueño de banco, mimado de la sociedad caraqueña, conversación exótica, escrupuloso seguidor de la moda europea, sus guantes negros, su parasol; consideraba a Cipriano Castro como un “zambo”, un “simio” o cualquier otra calificación en la escala de los primates. Por su parte, Castro, capachero rústico, influido por la prosa de Vargas Vila, con arranques de oratoria afortunada en algunos casos; ojos vivaces, baja estatura, hirsuto, prognato, inquieto, déspota y voluble; de una energía maravillosa como incontenible su libido, se refería a Matos como  “payaso”, “alacrán”, y “bobo”.
En cualquier caso, ni unos eran “macacos”, ni los otros eran “bobos”; eran venezolanos con un empeño volitivo para alcanzar el poder, y con él, la capacidad de distribuir las rentas públicas, recompensar a los conmilitones con cargos y monopolios, grados y jefaturas. Una recoleta cofradía sería la recompensada.
Volvamos a occidente en 1902. El crucero “Restaurador” y el cazatorpedero “Miranda”, buques de la Armada venezolana, se encuentran al ancla frente a las playas llanas y fangosas de Tucacas, un pueblo que prospera al ritmo del ferrocarril alemán que le comunica con las poblaciones del Hacha, Yumare, Barquisimeto, entre otras.
Los buques traen tropas de desembarco. En la playa, alejada de la población unos cinco kilómetros, les esperan, atrincherados,  para darles una bienvenida nada cordial, las partidas del general de división Segundo José Riera, caudillo coreano, heredero de las huestes de su padre, el general José Gregorio Riera. Cumplía ese mes de marzo, diez años desde que había comenzado sus correrías al lado de la Revolución Legalista. Pugnaz y levantisco a la menor inconformidad, formaba parte de la Venezuela fragmentada en intereses personalísimos, por esta vez, al servicio de Manuel Antonio Matos.
A bordo del “Restaurador” todo es un caos: el primer contramaestre Mateo Coffil arrastra su pesada humanidad hacia los escobenes de proa donde hay un ancla en pendura y un anclote que garrea, le siguen los marineros de primera Jesús Rojas y Cándido Quiróz para bracear el calabrote, trincar con boza, y así ayudar a la chigra que recoge el ancla. Mientras eso sucede, el primer ingeniero Federico Wyke obedece las órdenes que desde el puente le envía por telégrafo el teniente de navío Román Delgado, para ir avante, el anclote ha quedado completamente suelto, ahora las órdenes cambian, las máquinas hacia atrás, más carbón, más presión, cuidado con el aceite. El “Restaurador” se ha alejado y está a buena distancia de la orilla. El anclote queda en pendura, el calabrote adujado. Ahora Coffil ordena con señales de pito largar el ancla de dos uñas.
Mientras tanto en la cubierta, a los soldados del batallón “Miranda” sentados en tropel, les han repartido el magro desayuno que recogen en sus estropeadas escudillas: un trozo de papelón, arepa, algo de caraota y guarapo de café amargo, es más de lo que pueden esperar en sus hogares. Castro ha importado grandes cantidades de alimentos, porque los conucos y los latifundios están escasos de ganado y siembras, y lo controlan sus enemigos.  
Castro importa alimentos y armas mientras saliva pestes contra los gobiernos que le sirven de proveedores.
Comen de prisa, pronto desembarcarán. Algunos se ocupan en remendar las alpargatas, sin ellas les toca hacer a pie el camino hacia Yumare, y quedarán abandonados en el camino con dolorosas heridas en carne viva por causa de las albinas. Otros cuentan las municiones de un fusil de mayor altura que sus dueños morenos y canijos. Los vestidos curtidos y empapados, porque han viajado desde Puerto Cabello al descubierto. El pantalón pardo a medio tobillo, la camisa curtida en jirones, el sombrero de cogollo, la cobija de pellón al hombro.
La sonrisa en los labios, el chiste desenfadado, el golpe de cocuy de penca, tal vez de ron “La Ceiba”,  la alegría ante tanta pena y tanto absurdo. El escapulario para que le salve del mal trance, adminículo que le sirve de fe, de un futuro mejor que se le escurre en cada ocasión. Le esperan cinco o seis tripones en sus ranchos de bahareque, caña amarga, piso de tierra y fogón. No saben si volverán a verles. Raza sufrida, anónima, pero que nunca pierde la esperanza a pesar de la desesperación que la alimenta. Protagonista de nuestra momificada fiereza sobrevenida en epopeya de guerras internas,  pugnas políticas y reparto de botín.
No podemos imaginarnos estos desembarcos en una Venezuela acostumbrada a hacer las cosas lo más difíciles posible, como un épico salto a tierra de fornidos soldados con fusil en mano, roncos de euforia. Aquello era un trabajoso traslado en botes de caperoles afinados. Tropel, caídas, bajos inesperados, el equipo y los fusiles  empapados, las maldiciones de costumbre, el pesado avance a la orilla sobre un fondo pantanoso donde se encastran las alpargatas y se dejan las suelas.
Al llegar a la orilla, el soldado sin tiempo para recontar qué demonios perdió en el tropel, se ve en la vital necesidad de cubrirse  de los tiros que le hacen desde los parapetos para no terminar boca arriba pudriéndose en la playa. Les esperan los hombres de Riera y de Amabile Solaigne Araujo, un sesentón y rico hacendado larense, “mochista” de uña en el rabo.
Y a pesar de esperanzas, de la fe, y de los arranques heroicos,  muchos soldados quedarían abandonados en la playa, descomponiéndose al sol.
Mientras tanto, en oriente, desde su cuartel general en Zaraza, la revolución cuenta con una eficiente campaña publitaria. Emite boletines de guerra con exageradas noticias. Se llama a si mismo  “Gobierno Provisional”, subestima hasta al ridículo a su oponente, aumenta los contactos con las delegaciones extranjeras, ofrecen lo que no controlan.
En un golpe de suerte, la revolución logra conquistar Ciudad Bolívar (16 de mayo de 1902), noticia que explotan con mucho ruido.
Ramón Cecilio Farreras, un oficial transfuga, publicitado como héroe al rebelarse contra el gobernador de Ciudad Bolívar, hizo un inútil sacrificio personal. Su esposa tendría que pasar siete años visitándolo en la cárcel de la Rotunda, y luego, sufrir su confinamiento en el Táchira por orden de Juan Vicente Gómez una vez en el poder, sin que los beneficiarios de aquella osadía, como  Matos o Nicolás Rolando, ahora amigos premiados del nuevo mandatario (1909), hicieran algo por ayudarle.
La toma de Ciudad Bolívar exacerbó la ambición de algunos miembros de la oposición, como Horacio Ducharne, caudillo por antonomasia en oriente. Éste ofrecía al gobernador defenestrado, el general Julio Sarría, un oficial de los tiempos de la Federación, manco, caracortada y de muy malas pulgas, la posibilidad de permitirle volver a su puesto, si se pasaba a la revolución, pero con la condición de que la aduana de la ciudad estaría regida por un hombre de la confianza de Ducharne. Sobran las explicaciones.
Mientras eso sucedía, nuestro territorio era visitado por los entremetidos habituales.  En agosto de 1902, el mar venezolano era la prueba del verdadero significado de uno de los más peligrosos eufemismos utilizados en política internacional: la diplomacia naval. El “Suchet” de Francia; los cruceros alemanes “Gazzehi” y “Falke”; los italianos “Calabri” y “Girand Bueno”; el “Konigen” holandés; el “Alert” de Gran Bretaña, y los norteamericanos “Cincinati” y “Topeka”[1]. Buques de las naciones con intereses comerciales por muy mínimos que fueran, empeñados en demostrar un intangible e indigerible  activo, como es el “prestigio”, de mayor valía en el caso alemán. Navegan entre Güiria y las costas de Coro. Saben del gran movimiento rebelde hacia el centro. Están a la espera de las órdenes de sus respectivos gobiernos para atacar a un país pobre y enfermo.
En el útimo conflicto importante que habría de sufrir nuestro país,  encontraremos a lo largo y ancho de las costas venezolanas, a buques de guerra de Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia y en mayoría abrumadora, los despachados por el buscarruidos de Berlín, algunos con la excusa de proteger vidas y bienes de sus ciudadanos, otros, en apoyo abierto a los rebeldes.
Hay grandes intereses en juego. El cable francés, el trust del asfalto, el ferrocarril inglés y el alemán, los 200 millones de marco oro invertidos en Venezuela por el gobierno alemán.
Esto nos colocaría como víctimas desprotegidas. Pero no es así.
Las potencias marítimas tenían los ojos puestos sobre el sistema fluvial del Orinoco, su cuenca y la región donde prodiga sus aguas. Algunos estudios hablaban de sus inmensas potencialidades. Los estadounidenses, no iban a la saga de sus parientes anglosajones, pues su interés más allá de declarativas políticas sobre dominio regional, los recursos minerales, especialmente el hierro,  ocupaban su atención. El oro y la posibilidad de comunicación con el rio Amazonas entraba en sus consideraciones geopolíticas y comerciales.
El 1895, el Departamento de Estado presionó en una tónica amenazante y bajo la bandera monrroista, su decisión de impedir al Reino Unido apoderarse del río Orinoco. Un programa naval de construcción de buques de guerra para navegación fluvial con suficiente poder de fuego (Newport, 1890), respondieron a estos objetivos. La visita del “ USS Wilmington” a Ciudad Bolívar (24 de junio de 1899) fue más que un ejercicio de diplomacia naval, pues sirvió como mensaje sobre la protección de los intereses de la  “Orinoco Iron Company encargada de explotar el mineral de hierro en el caño Imataca (delta del Orinoco) en una concesión de 20.000 millas cuadradas, y con un  pleito pendiente con industriales ingleses; verificar las posibilidades para crear el eje Orinoco – Amazonas, estudiar nuevas explotaciones de hierro y oro, y consolidar aquellos espacios desde lo político estratégico.
Todo este asunto de la Guayana Esequiba tiene en nosotros los venezolanos, o especificando responsabilidades, en nuestros dirigentes, una culpa de naturaleza criminal.

La idea persistente de un país que durante todo el siglo XIX, estuvo resignado a unos modestos ingresos producidos por las exportaciones de café y cacao, causa principal de atraso, es una mentira repetida mil veces, una pálida excusa. Venezuela nunca fue pobre.
Entre 1880 y 1890, el nombre del Callao era famoso en todo el mundo, de hecho fueron las minas más productivas. Con un promedio de seis a ocho onzas por tonelada de cuarzo, superaba cinco veces a los mejores yacimientos surafricanos. La moneda de oro  “El Callao” tuvo un valor de 100 francos. La leyenda hablaba de un filón que sudaba oro.
El gobierno venezolano otorgó en concesión unas 12.354 hectáreas a empresas de origen francés, inglés, alemán y norteamericano. La más grande y de mayor productividad, denominada con el mismo nombre de la región, tenía 2.253 hectáreas. Poseía fragua, molino y 60 pilones. La enorme devastación forestal para estos empeños no se ha cuantificado.
La empresa “El Callao” parecía ser de origen venezolano, pero realmente en ellas estaban representadas importantes trasnacionales: “Baring Brothers” (inglesa); “Rostschild” (francesa) y la casa “Spring” (Alemana).  Entre 1881 y 1890 la compañía “El Callao” trituró 540.473 toneladas de cuarzo que produjeron 1.320.929,029 onzas troy en lingotes de oro, unos 127.050.0084 millones bolívares. La devastación ecológica aún no se ha cuantificado.
El total de producción de las minas venezolanas entre 1866 y 1890 fue de 209.224.598 millones de bolívares, una cifra astronómica para la época. El ingreso promedio anual de rentas en Venezuela entre 1850 y 1890 era de Bs. 30.000.000.  Aquellos beneficios habrían remediado buena parte de los graves males del país. Ni una industria, una calle, ni un hospital, carretera o escuela.

De la riqueza mineral del siglo XIX, casi nada ingresó al fisco, la inmensa mayoría salió por barco al exterior, y una pequeña parte fue al saco roto del prevaricato. Hubo un espejismo breve de prosperidad por la importación de artículos de lujo, vinos caros, viajes, mansiones en el exterior, y casas señoriales en Caracas.
En consecuencia, podemos entender por qué la agresión inglesa, la intervención norteamericana, las legaciones diplomáticas en Ciudad Bolívar, los grandes monopolios de transportes marítimos, el movimiento comercial sin desarrollo real de aquellas regiones, y las intervenciones militares. Todos estos sucesos  tienen  en nosotros, a los grandes culpables. Podemos entender por qué las condiciones de contorno de 1900 no han cambiado.
Nosotros invocamos a los demonios. Les llamamos y entregamos las riquezas por un mendrugo. Una vez que el oro se agotó, permanecieron.
Las expropiaciones invocadas por lenguaraces de jeta descuadrada causan temor. La nacionalización del lago de asfalto de Guanoco se justificaba pues la concesión de un bien que era utilizado para asfaltar calles y en otras aplicaciones de la vida diaria, de allí su importancia, abarcaba casi un estado. Una concesión que poco dejaba a la nación. Pero por otro lado, no es menos cierto que en las nacionalizaciones, los furibundos nacionalistas se quedan con parte del traspaso.
Las precipitaciones en reconocer revoluciones y futuros gobiernos a los que aún le falta nada menos que vencer, sobre todo en Venezuela, conducen a resultados funestos. La “Orinoco Steamship Company”  era una empresa de capital norteamericano y británico, que vino a sustituir a la “Orinoco Shipping and Trading Company”. Ésta tuvo el monopolio de la navegación en el río Orinoco, Pedernales y caño Macareo, privilegio que le fue revocado en 1900, y allí comenzaron los rencores nada disimulados. La conformación accionaria de la primera compañía poco varió con el cambio de nombre y de domicilio fiscal. Como no podía ser de otra manera, la directiva de la Steamship, haciendo cálculos sobrestimados,  se unió a los capitales extranjeros que apoyaban a los revolucionarios. Pero fueron más allá, y reconocieron la autoridad del coronel Farreras para enviar fiscales a sus vapores, lo que tácitamente significaba reconocer el gobierno revolucionario en Ciudad Bolívar. Como si no fuera suficiente, en los prolegómenos de la batalla en aquella ciudad, suspendió el tráfico de sus buques.
Terminada la guerra, las represalias no se hicieron esperar. El 18 de abril de 1904, Manuel Corao firmaba un contrato con el gobierno para crear una empresa de navegación fluvial con el mismo alcance de la Steamship, que a su vez  enfrentaba una demanda introducida en los Tribunales por la Procuraduría General de la República. El 22 de abril se creaba la compañía “Vapores del Orinoco”. Los buques para el servicio serían los pertenecientes a la empresa norteamericana mayoría societaria inglesa. El 2 de enero de 1905, Manuel Corao traspasó sus derechos a la compañía “Vapores del Orinoco”. Castro pasó a ser accionista principal a través de testaferros. Los más cercanos colaboradores del gobierno recibieron un paquete de acciones.
Y aquí encontramos otra constante en nuestra intrahistoria: se predica el nacionalismo y las nacionalizaciones, y por otro lado, el control de las compañías pasan a manos de sus expropiadores. Nacionalismo y mercantilismo parasitario, fórmula penosa.
Para apoyar la amenaza de los cañones, los gobiernos extranjeros utilizaban la guerra de información, que salía desde Francia, Alemania y los Estados Unidos principalmente. El caso del “Mirror” de Nueva York hace imposible que no se nos escape una sonrisa si colocamos una noticia actual al lado de la publicada en aquellas fechas: una copia en el texto y en el espíritu del mensaje.
Las condiciones de contorno de la goblalización no son  problemas fenoménicos de reciente data. La  circulación desacotada de información, bienes y servicios había tomado fuerza a partir de 1880 aproximadamente; temas asociados como la liberación femenina, la explotación irracional de recursos naturales, y la posible decadencia de la mayoria de los idiomas ante el avance inexorable del inglés y del chino eran tratados en diferentes artículos de opinión en los años 90 del siglo XIX. Algunas publicaciones períodicas del país se hacían eco de tales novedades. Periódicos como el “New York Herald”, “New York Time” llegaban a los comercios caraqueños.
A aquello se le suma la inmigración, que a finales del sigo XIX y principios del XX, iba en sentido inverso. El problema de lo que se conoce como “hombres superfluos”, vale decir, aquellos marginados en los confines urbanos, con irregulares ingresos y pobres oportunidades laborales llegó a niveles precupantes en las metrópolis. Por otro lado, el “dinero superfluo”, aquel que sólo podía ser utilizado para fines especulativos por el reiterado superavit, encontró, junto al hombre superfluo, una salida más o menos viable mediante la inmigración y la movilización de capitales hacia zonas de escaso desarrollo.
En 1895, 187.908 inmigrantes partieron desde Italia; 183.175 desde Gran Bretaña; 37.458 alemanes; 36.725 rusos; 60.520 desde el imperio austro - húngaro; 44.419 portugueses; 36.226 españoles; 12.708 suecos, entre otros.
Los destinos preferidos: África, América del Norte y América del Sur.
El tema de las modas y los imperios está atado en una imperceptible multiplicidad de capas transtemporales. El inter-relacionamiento entre aquello que no sabemos que creemos y la manera cómo estas creencias, de una futilidad asombrosa en graves casos, dictan la manera cómo nos relacionamos con la otredad; subjetivismo a la que no escapan los políticos. 
La moda informativa cobra pertinencia en el bloqueo de 1902-1903 por aquello de la percepción colectiva sobre Venezuela. El prolijo tiraje sobre la revolución Libertadora portaba un “no dicho” subjetivado.
“La Revolución Nacional Libertadora”, por su naturaleza dual (interna y foránea), fue una guerra que gozó de una amplia cobertura periodística internacional. Reportajes gráficos, relatos de toda índole y tendencias pueden encontrarse en la prensa de aquellos años.
Willis Mallory, comandante inglés del “Bang Righ”, se había convertido en toda una celebridad a su regreso a Londres. Marino de profesión, parecía dotado de una extensa cultura. Literalmente dejó tirado el mando de su barco en puerto Colombia apenas supo que Cipriano Castro ofrecía Bs. 50.000 por su captura. Sus aventuras descritas en “The Cruise of the Bang Righ or How I Became a Pirate” encajaban de maravilla con una moda literaria, popular en las grandes capitales, como eran las novelas de aventuras en remotos lugares exóticos, en el que el impertérrito protagonista de delineadas facciones caucásicas, vestido de impecable lino blanco, con un remington de repetición al tercio, daba cuenta de los malvados salvajes que se oponían a su heroico destino; dotado con un talante moral a prueba de fugaces miradas mórbidas a los erguidos senos de las aborígenes en taparrabos, colmaba sus afanes con un rincón de paraíso terrenal arrancado a fuego y sangre a sus legítimos propietarios.
En un mundo gobernado por los imperialismos y sus aprendices codiciosos e insaciables, la geografía colonial servía de parque temático para sus ciudadanos apremiados por experiencias tropicales, y Willis Mallory no fue la excepción. Obsesionado con el baño diario y los olores corporales de nuestros hombres de vivaques, se nos presenta reiterativo en señalamientos xenófobos y honrillas  culturales. Mallory sólo nos muestra la esencia de cómo éramos vistos por una parte de aquellas sociedades, dirigentes políticos incluidos.
Los calificativos deben tomarse con la debida gravedad cuando provienen de medios oficiales. Si retomamos el escatológico asunto de las hedentinas y los humores sebáceos como abismo superlativo en las peripecias de Mallory y sus apreciaciones, observamos que algunos funcionarios de la Cancillería inglesa tenían idénticas prevenciones como por ejemplo, sobre nuestros buques de guerra sin haber puesto un pie en ellos:
Barquichuelos que olían a orín, bananas, sancocho y olor de mestizos.
No podíamos esperar mayor cosa si el Rey de aquella nación guardaba una opinión que parecía haber sido calcada de una ayuda memoria cuando se trataba del tema de Venezuela:
Los ministro americanos eran unos salvajes y ninguna cantidad de persuasión por parte del Foreing Office podía convencer al monarca de que su inclusión en una fiesta era un aburrimiento digno de soportar.
El imperio alemán, hoy abanderado del lenguaje anfibiológico sobre cómo y de qué manera deben vivir los países en desarrollo, se nos presenta en la revolución Libertadora como el increíble extremo a que llegaron las trasnacionales a través de sus gobiernos para apoyar los intereses que dictaba la codicia. La moderna tendencia política disfrazada en sesudos estudios para relativizar asertos que recuerden pasados ominosos resultan insuficientes.
Las condiciones de contornos siguen vigente: monopolio de materias primas, y control de sus proveedores. Escases y  crisis creadas  artificialmente.
Pero a pesar del triunfalismo, del apoyo económico internacional, los intereses financieros empeñados, la ayuda de grandes buques de guerra, la buena prensa a la causa libertadora, Castro venció. Ningún pronóstico de los medios de comunicación, de las cancillerías, ni de los estados mayores se acercaron en sus asertos.
Tres de noviembre de 1903. Veinticinco focos de luz de arco mantienen despierta la plaza Bolívar. Farolillos multicolores de fabricación china cuelgan de los gigantescos cedros entre la abigarrada concurrencia de aquel sábado. A ratos, la banda marcial interrumpe la algazara de optimismo festivo.
Castro ha invitado a la representación de las fuerzas vivas del país a la Casa Amarilla. Desea hacer las paces con los directores del  banco de Venezuela y del banco de Caracas. La guerra había terminado.
La naturaleza de la ciudad venezolana no ha cambiado: una economía de puerto. Una imnumerable cantidad de tiendas ultramarinas se disputaban las ventas de toda suerte de mercancías en Caracas: “La Mejor”,”La Competitiva”, “La Económica”, “La Hispana”, “H.L. Boulton”, “C. Montemayor”, “Martínez Hermanos”, “C.J.L. Gorrondona”, “Hermanos Santana” entre otras. De “Trasposo a Colón” encontrabas una exposición permanente de trenes portátiles  de la empresa alemana “Orestein Koppel” que ofrecía estos adelantos para las haciendas de cacao, café y caña; hacían seis años que había cambiado el modelo de negocios orientado a las minas de oro,  porque la “bulla” del “Callao” se había perdido por el manejo atolondrado de los filones, que provocó el derrumbamiento de las galerías, desaprovechando la mejor parte de una riqueza que fue tratada con espíritu de saqueo.
Caracas asistía a la modernidad despreciando su pasado inmediato. Una propaganda de ventas de puertas hacía ver a las antiguas, muy altas y pesadas entradas de las casas coloniales, como vejestorios de remembraza castellana, con sus cuarteles de leones y castillos, y sus retoques árabes.
Entonces Caracas no era noctámbula, o eso es lo que parecía. Podías ir a las fiestas en los centros sociales que extendían sus horarios hasta las dos de la madrugada, entonces sólo existían el  “Unión”, “Concordia”,  “Venezuela” y el “Jockey Club”. Si te gustaban  las carreras de caballos, el fin de semana, podías tomar el tren que te llevaba al hipódromo de Sabana Grande, un viaje rodeado de un paisaje primaveral. La estancia de Alfredo Vollmer en San Bernardino, y la hacienda que ocupaba el actual parque los Caobos, alentaban las posibilidades de una metrópoli al estilo europeo.
Caracas celebraba, pero el resto del país, incluyendo los muy pobres alrededores más allá de los escasos metros cuadrados alrededor de la Plaza Bolívar, no estaba para fiestas y convites. Los reportajes fotográficos de H. Avril, son los mejores testimonios de las consecuencias de la guerra. No era Crimea ni Puerto Arturo. Era Venezuela: niños entecos con los pellejos pegados a los famélicos huesos, las caritas lánguidas, ojos llenos de lagañas, una barriga abultadísima de niguas y demás parásitos; padres en harapos, apenas le cubren las vergüenzas; montañas de cráneos y cachos de ganado que dan cuenta de la visita de las tropas de ambas facciones en puga. Apenas papelón, cuatro mazorcas, algo de yuca, poca cosa más para llevar al estómago. Casas de barro, caña amarga, y chipos. Todas las miserias son pestilentes.
1903 había sido un año especialmente triste: 210 batallas, 12.000 muertos, 80% del ganado en pie perdido entre saqueos y expolios de ambos bandos. 25 millones de bolívares en gastos de guerra, un bloqueo económico que dejó sin gas a la capital entre otras carencias. Un país en ruinas.
Los muchos muertos, las muchas viudas, el inconsolable llanto. Los muchos sonámbulos por las hambres acumuladas, recorren los cerros donde quedaron sembrados los pobres hijos de una pobre tierra. Los desvisten, los descalzan, con un cuchillo oxidado y romo, hacen una cruz en el dedo gordo del pie derecho, le echan un poco de kerosene, encienden. La grasa corpórea servirá para la auto combustión. La bandada de alegres zamuros que han sentido la hedentina que recorre inmensidades.
Los desterrados y vencidos ya volverían. Los vencedores, se han ganado el derecho de mandar albardados sobre lealtades lívidas. Tienen el derecho a la ganancia sustanciosa, a la prevaricación descarada. La formalidad ciega les llamará héroes, es necesario porque la heroicidad ha sido una virtud secularizada, y como tal vista por nosotros, como algo sagrado, irracional, pero sagrado, cuestión de fe.
Satisfechas las ambiciones, las promesas de proclamas sucumben a la soberbia. Todo continuaría igual para los dos millones de venezolanos que sobreviven a la escasez, a las plagas, las enfermedades, a los jefes civiles, los generalotes y a  los atrabiliarios chafarotes.
La perversidad de la Cuestión

La iglesia católica organizó desde los tiempos romanos, la visión occidental de la identidad humana y su función en el mundo. Sus ritos y símbolos influyeron profundamente en nuestra cotidianidad. Sembró en nuestra psiquis una serie de valores y sentimientos que son consideramos sobre cualquier intento racional sustitutivo.

Esta visión absoluta del mundo y de nuestro papel en ella, por razones muy complicadas de resumir, fue perdiendo su conexión con la vitalidad de las fuentes originarias en un lento pero irremediable proceso de descomposición. A pesar de ello, nuestra esencia católica atanasiana no ha variado.
De los restos del absoluto teológico dieron cuenta con intención de relevo, las ideologías políticas de naturaleza totalitaria,  como  el fascismo y el nazismo, que utilizan las leyes de la naturaleza; y del comunismo, que utiliza las leyes de la historia.
La denominada derecha, ha seguido racionalizando técnicas derivadas de procesos históricos en tanto fines, una receta de procedimientos institucionalizados, muchas veces automaticos para objetivos sociales, políticos y militares que se acomoden al imperativo económico, por eso tenemos términos como “Estados no viables”, “buena gobernanza”, y pare de contar. En pocas palabras, desde la ética de naturaleza protestante se ha hecho de la ciencia y la técnica un medio para fines económicos excluyentes, con el secular intento de sustituir las viejas instituciones y las viejas legitimaciones.
La izquierda no se ha quedado atrás, y ha intensificado sus esfuerzos por reorientar el absoluto teólógico de una manera mucho más inteligente.
El catolicismo echó mano de lo heróico en un momento en que el arrianismo y posteriomente, el islam, amenazaba la supervivencia de la nueva religión. Parió miriadas de héroes, capaces de las acciones individuales más audacez en el nombre de Dios. En cambio, el protestantismo dio sin excepción, sociedades prósperas de esencia anónima, con héroes sometidos a limites en tiempo y en honras. El primero es de naturaleza escatológica, el segundo es ético.
El primero se sirve de los teólogos, de los abogados, del dogma, que es una verdad sin cuestionar. Por ello, la fe es contrarracional, rechaza lo esceptico, que está asociado a inquirir o investigar.
A los héroes los mueve la fe, en su acepción más antigua,Πίστις”, y la latina “fide”, no significan otra cosa que fiarse, obedecer, términos enteramente humanos, confiar en lo que te dicen es cierto asi no lo veas.
La voluntad está asociada al dolor, y el dolor al amor, por ello el amor y la dicha no son compatibles en el mundo nuestro. Ese amor, ese anhelo de Dios, nos coloca en un tiempo singularisimo, en un pasado con promesa de futuro, una esperanza. La naturaleza de la esperanza es que nunca llega, sin embargo nos mantiene alertas en espera de que la  promesa se cumpla.
En pocas partes del mundo se puede exhibir el inmenso panteón de héroes, próceres y demás cenáculo de semidioses. En los primeros días fueron necesarios, hoy serían una referencia importante de la venezolanidad. El problema es que han sido secularizados en tanto fines políticos.
En medio de la tendencia post – heróica, que es una arista global que no explicaremos en esta ocasión, los políticos venezolanos se aferran a los héroes militares, los de las grandes batallas y de las grandes paradas. Por eso usted puede entender cómo es posible la unión de militares de formación conservadora, como los nuestros, porque es mentira que desde las escuelas fueron ávidos lectores de libros prohibidos sobre Bakunín o Krotpokin, con una izquierda que por tradición les odiaba.
Qué han explotado nuestros políticos de todos los tiempos, porque los actuales, se diferencian en la estética del discurso de poder, no en su esencia: la fe, la voluntad, la esperanza, y el vacío devenido en nihilidad.
Al secularizar la fe, algo fácil por la etimología significante, se echa mano de la esperanza, vale decir, la unión de un pasado con un futuro que nunca llega, pero que te reconforta, te confiere voluntad que por naturaleza es dolorosa. Y cómo se fraguan esperanzas: con recuerdos de glorias pasadas.
Ese creer dogmático, el creer porque yo lo digo, infalible, incuestionable, so pena de merecer dentro de la nueva religión política creada, culpas heréticas, ese creer que tu dolor es causa exógena pero que puede cesar. Realmente la política se sirve de la teología.
La fe tergiversada, con el constante uso de la palabra amor es otra magnífica creación de significantes. El amor a Dios devenido en amor al caudillo y a su particularísima visión política, implica dolor, el sufrimiento necesario para que se haga la voluntad del logro de lo empeñado, un sentimiento trágico que nos une y nos ha unido.
El amor teológico y el amor de las ideológías no es compatible con la dicha, porque si se logra la dicha, que es un estado perenne, el dominio, el ejercicio del poder sin medida, se pierde.
La fe, y la voluntad maneja algo que el racionalismo protestante encuentra dificil de hacer: el sentimiento, y más aún: el sentimiento de lo trágico como un activo.
Resulta fascinante como modernamente se ha manejado la palabra, el sentimiento y el significado. Venezuela es un laboratorio de avanzada de este pensamiento en guerra abierta con el espíritu de ética protestante. En ambos casos, estamos en el medio, y sólo tenemos esperanza, que ya sabemos qué significa, y un pasado heróico en el que nos refugiamos, pero no tenemos un presente, mucho menos la certeza de un futuro.
Si profundizamos en este tema nos encontraremos con el importante hecho de que no somos occidentales, y esto se demuestra por la nihilidad que atenaza la mentalidad colectiva venezolana, una distorsionada herencia de nuestras naciones originarias por el sincretrismo, y que en esencia consiste en el manejo del vacío cosmogónico para explicar el todo, que funcionaba muy bien para los hombres de la selva, pero que hoy se hizo apatía y resignación.
La desesperación es el origen de la esperanza, sentimientos que han sido muy bien manejados.
Por eso usted puede explicarse sin necesidad de los analistas de oficio, por qué cualquier intento por defenestrar a la izquierda, a menos que se ejecuten acciones directas en el que se explote el sentimiento, van camino al fracaso.
Los cálculos del pensamiento liberal son inútiles ante el pensamiento complejo del sentimiento.
La fe, el amor, la esperanza, y el vacío originario que nos diferencia del Occidente, son importantes, no tienen sustitutos por ahora, pero están siendo utilizados para fines políticos.


[1] Se han obviado los pie de páginas por causa de plagios de artículos anteriores.