Gumilla,
J. (1745). El Orinoco Ilustrado y defendido… Tomo II. Madrid. Supremo Consejo
de la Inquisición. 442 p. Documento en línea. Disponible: https://dn790001.ca.archive.org/0/items/A300067/A300067.pdf
CAPÍTULO VII,
POR QUÉ LAS NACIONES DEL ORINOCO (AUNQUE EN SI MUCHAS)
SE REDUCE CADA UNA DE TAN CORTO NÚMERO DE GENTE.
Bien se yo, que ni a la dificultad propuesta en este Capítulo,
ni a otras semejantes puedo dar cabal satisfacción, ni adecuada respuesta; pero
sé, que ocuparé honestamente el tiempo en discurrir, é investigar las causas,
que prudentemente nos quiten o minoren la novedad, y admiración que me asiste,
y que he reconocido en otras personas, al ver tanta multitud de Naciones de
Indios en Orinoco, y sus vertientes, formadas de tan corto número de
individuos, cada una considerada de por sí; que el País que á vista de tantas
Naciones, parece corto, a vista de la cortedad del gentío de cada Nación,
parece, y está mal poblado.
Y para que se vea práctica, y claramente esta
dificultad, y con cuánta razón causa admiración, individuaré algunas Naciones,
para que por ellas fe infiera el gentío de otras. La Nación Qacath … no pasa de
mil almas, y (por lo que después diré) hoy no pasa de quinientas; La Nación
Acbagua parte convertida ya, y parte próxima a convertirse (y anualmente se
trabaja en ello) no llega toda junta a tres mil almas. La Nación Jurara, y
Betoya, que en su gentilidad eran un agregado de varias Naciones, hoy forman
tres Colonias, que no pasan de tres mil almas; Lo mismo digo de la Nación
Saliva, imán, y embeleso de los misioneros, por su singular docilidad, en que
anualmente se trabaja, y no pasará de cuatro mil almas. Otras hay de mayor
gentío, coma la Caribe, que puede poner, o en tierra, o en agua, doce mil indios
de guerra. Ocupa esta Nación parte del río Orinoco, y mezclada con indios
Aruacas puebla la Costa Marítima de Barlovento, hasta la Cayana (Cayenne)… (p. 65).
La Nación Caverre, aun mas carnicera, brutal, e
inhumana, que la Caribe, poblada en Orinoco a cuatrocientas leguas de sus
bocas, es también numerosa, y tanto, que nace frente a las invasiones de los
Caribes, que suben, ya con ochenta, ya con cien Piraguas de guerra y a invadir a
los Caverres (…) y hasta hoy siempre han llevado los Caribes el peor partido:
de que se infiere el valor, y el numeroso gentío Caverre. Fuera de estas dos
Naciones, las restantes que se han descubierto son de tan corto gentío como
apunté ya.
Al Cacique Guayquiri, pregunte, ¿cómo tienes tan poca
gente? ¿No hay de tu Nación, y de tu Lengua otros Pueblos fuera de este? Respondióme
en Lengua Cariba con este lacónico que pudiera servir de epitafio: … No somos más,
Padre, y los que vivimos somos los que han querido obrar los Caribes. Proseguí
la conversación, y en ella me contó el Régulo, cómo su Nación había sido de
Pueblos numerosos y guerreros: que había mantenido guerra largos años con la
Nación Caribe; y que prevaleciendo esta, mató, destrozó, y llevó esclavos cuantos
quiso y; que si ellos se mantenían vivos, era porque los Caribes lo querían así:
no por piedad, sino para tratarlos como a esclavos , talándoles sus fementeras,
y tomando sus frutos, así a la ida, como a !a vuelta de sus continuas navegaciones
de Orinoco: y veis aquí una causa muy principal del corto gentío que contiene
cada una de aquellas muchas Naciones del Orinoco; … a excepción de la Nación Caverre…
no se ha dejado dominar de los Caribes... (p. 68)
CAPITULO VIII.
MOTIVOS DE SUS GUERRAS.
Levantó nuestro Padre Adán la mano para comer del
árbol prohibido, que fue lo mismo, que levantar la marro contra Dios, y revelarte
contra su Divina Majestad. De aquí nació el que sus pasiones y antes sujetas a
la razón, se levantaren contra el mismo Adán y luego al punto los brutos, y
animales más fieros, que le rendían vasallaje y se mostraron rebeldes al mismo:
y para que después conociese ser ya la guerra universal, Caín su hijo mató al inocente
Abel; y desde entonces acá, de generación en generación, de gente en gente,
como han corrido los siglos, ha ido corriendo por el suelo perpetuamente la sangre
de los mortales entre perpetuas guerras, hasta nuestros días, en todos los
Reynos, gentes y Naciones: tanto que las que se llaman paces perpetuamente
inviolables, para afianzar inalterablemente la tranquilidad , y unión de las
Potencias ( …) solo son honrada pausa, para descansar un rito; y como treguas,
para prevenir los pertrechos para nuevas guerras: como si hubieran unido las
gentes, y formado los reinos, solo para combatirle, y quitarse las vidas unos a
otros (P. 83-84).
Y así nadie evitará, que suceda entre aquellas
diminutas, y bárbaras Naciones del grande Orinoco, y sus vertientes, cuyas
mutuas, y continuas guerras sólo se finalizan al tiempo, que les ya amaneciendo;
aquella paz del Evangelio que el Cielo intimó la noche de nuestra mayor dicha, a
los humildes e ingenuos Pastones de Belén: allí realmente se verifica, qué dos Misioneros
evangelizan la paz, no solo eterna para las almas, sino también la temporal
porque con él Bautismo se unen entre si las Naciones más enemigas; si bien es verdad
que cuestan las paces muchos piadosa los Misioneros, que dan con mucho güito porque
por Isaías saben, que son preciosos los dos pies que evangelizan la paz.
Pero siendo, en este antiguo Mundo, el ordinario
motivo de las guerras ampliar los Reinos, y dilatar los Dominios; no teniendo
tal ansia, ni deseo aquellos Gentiles del Orinoco, porque les sobra terreno, sin
que haya Nación de aquellas que se halle estrechada con términos, y linderos y es
digno de saberse el motivo de tan sangrientas, y continuas guerras, como entre
si fomentan (p. 83).
….
El motivo, y causa principal de las guerras mutuas de
aquellos Gentiles es el interés de cautivar mujeres, y párvulos, y el casi
ningún útil del saqueo, y botín. El fin antiguo de cautivar era, para tener,
con las cautivas, más autoridad, sequito, y trabajadoras en sus fementeras, y
en la chuma criados para servirle de ellos. Eso era así, antes que los holandeses
formasen las tres Colonias de Esequibo (Efquivo), Berbis, Corentin, y la
opulenta Ciudad de Surinama … que corre hacia el Rio Marañón; pero después que
los holandeses se establecieron en dicha Costa se mudó el fin de la guerra en la
mercancía, e interés, que de ella resulta: porque los holandeses, los judíos de
Surinama y otra multitud de gentes, que se han mudado a vivir en dicha Costa,
compran a los Caribes todos cuantos prisioneros traen, (y aun pagan adelantado,
infligiendo con esto a que se multipliquen los males). Suben las Armadas de las
Caribes y entre las Naciones amigas que se les sujetan, a mas no poder, compran,
por precio de dos hachas, dos machetes, algunos cuchillos, y algunos abalorios
por cada cautivo, todos los que han podido juntarlas tales Naciones amigas, con
sus guerras tan bárbaras, como injustas. Partan después, con suma cautela, a las
Naciones enemigas, y todo su estudio consiste en asaltar de noche, sin ser sentidos,
y pegar fuego al mismo tiempo a la Población, en donde, así por el furto del
fuego, como por el ruido de las armas de fuego, que ya usan los Caribes, el
único remedio de los asaltados consiste en la fuga; pero como los Caribes
preocupan con emboscadas todas las retiradas el pillaje es cierto y la
carnicería lamentable, porque matan a todos los hombres, que pueden manejar
armas, y a las viejas, que reputan por inútiles, reservando para la Feria todo
el resto de mujeres, y chusma, con la inhumanidad, que se deja entender del mismo
hecho (p. 84-85).
Ni para aquí fu derrota: remiten toda la presa en una o
dos Piraguas armadas a sus tierras y prosiguen su viaje Rio arriba, sin hacer
ya daño en Nación alguna, aunque sea enemiga y a las Naciones amigas les dicen:
“Que ellos no tienen la culpa de haber quemado, y cautivado tal Pueblo;
porque si los del Pueblo los hubieran recibido bien, y vendidoles bastimentos
para su, viaje, no les hubieran hecho daño; pero que habiendo tomado las armas
con tanta descortesía era fuerza castigarlos, para que vean las demás Naciones
cómo los han de recibir, y con qué cortesía los han de tratar” (p. 86).
Este es el ardid con que aseguran otro asalto para el
año siguiente, que siempre logran , menos en la Nación de los Caverres , que (…)
es numerosa, y tan belicosa , que siempre han sacado de ella la peor parte los
Caribes, porque si bien siempre ellos procuran coger de repente alguna de sus
Colonias, no lo logran y es el caso, que en las lomas altas de su territorio,
desde las cuales se divisa gran trecho del Orinoco, tienen los Caverres puestas
centinelas en atalayas, que hacen a este fin: en ellas tienen unos tambores tan
disformes… y al divisar al Armamento enemigo tocan su toque de guerra, que
entienden todos: oye el Pueblo más cercano, y toca luego su tambor, y sale la gente
de guerra oye el segundo Pueblo, y así de los demás , y en ocho horas se
dispone la Nación en arma: todos ocurren al sonido del primer toque: a pecho descubierto
esperan al enemigo, quien escarmentado de muchas pérdidas, pasan adelante Rio
arriba, a distancia que no alcancen las flechas enemigas ni duermen jamás al lado
del Poniente que ocupa la Nación Caverre, por evitar asaltos nocturnos (p.
87-88).
CAPITULO IX
DAÑOS GRAVISIMOS DE LAS MISIONES QUE CAUSAN LAS
ARMADAS DE LOS BÁRBAROS INDIOS CARIBES QUE SUBEN DE LA COSTA DEL MAR
Aunque ha sido uso inmemorial de los Caribes hacer los
viajes ya referidos…; porque los daños que aun prosiguen, se empezaron a
renovar en el año de 1733, y fue así: Que bajando de su ordinaria Campaña el
Cacique Taricúra quemó el Pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles el día 31 de
Marzo del mismo año con la fortuna de haberse retirado y escapado toda la gente
Saliva: ardieron las casas todas, y la Casa y Capilla del Padre Misionero:
arrimaron muchas hojas de palma seca para que ardiese la Santa Cruz, que estaba
en medio de la plaza; pero por más que porfiaron, no quiso Dios que ardiese, y solo
quedó la señal del fuego en lo tiznado del pie de la Cruz, como con ternura vimos
pocos días después. Viendo un Caribe, que el fuego natural no bastaba para destruir
la Santa Cruz, arrebatado del fuego de su ira, subió, y desclavó el atravesaño
de que se formaban los brazos y le arrojó al Rio, como nos declaró un Saliva,
que ocultamente se introdujo entre la multitud de los Caribes, el cual
viéndonos bucear después el atravesaño de la Cruz, dijo, que él le había visto
arrojar al Rio. Pusimos otra mayor Cruz en su lugar, cantamos la Letanía de la Santísima
Virgen; y luego empezando los Padres, siguiéndole los Soldados, y después todos
los indios chicos, y grandes, besando la Santa Cruz de rodillas, fue devengada
de los agravios, que de los pérfidos Caribes ha vía recibido. Levantáronse de nuevo
las casas del Pueblo, y en lugar de Capilla, se erigió una Iglesia capaz y
fuerte, para clamar a Dios, y para refugio, y seguridad de la chusma en lances semejantes
como realmente los hubo después (p. 93-94.
Esa misma noche del día 31 de marzo navegaron rio abajo
las 27 Piraguas de guerra del Cacique Taricúra y por no distar la reducción y
Pueblo de San Joseph de Otomácos sino cinco leguas, al mismo amanecer del día
primero de abril, la acordonaron, pero al aprestarse para el asalto, fueron sentidos
de los indios Otomácos que, tomando las armas, y levantando el grito hasta el
Cielo, como acostumbran, tocaron al arma, con lo cual el Capitán Juan Alfonso del
Castillo y seis Soldados, que con él estaban, y Don Feliz Sardo de Almazán, Español
esforzado, natural de San Clemente de la Mancha, y algunos compañeros, con quienes
había subido de la Guayana, todos con valor, y arresto, salieron con sus bocas
de fuego a resistir el asalto: … Los Caribes, que no saben pelear, sino a traición,
luego que vieron la resistencia, a boga arrancada, se echaron a medio rio: más
encendido el coraje, así de los Soldados, como de los valientes Otomácos,
aquellos en tres Barcos, que había pronto, y estos en más de veinte Canoas, se
arrojaron al rio en pos de los Caribes: estos, viendo el valor de los nuestros,
y su riesgo, arribaron a la barranca de enfrente, y con una brevedad increíble,
arrimaron sus Piraguas a la orilla… teniéndolas por parapeto: otros al mismo
tiempo formaron trinchera de palos, fagina y tierra, con tanta presteza, y arte
militar que causó admiración, y se conoció … que iban con los Caribes algunos herejes(holandeses)
embijado y disimulados. En fin, los nuestros con falconetes en las proas de los
barcos, y mucha fusilería, no pudieron romper las dichas trincheras aunque
porfiaron valerosamente en combatir hasta que la noche los hizo volver al Pueblo;
y aunque cada rato recibían descargas de los Caribes de 50 fusiles, dos esmeriles,
y diluvios de flechas envenenadas, quiso Dios, que ninguno muriese de los nuestros,
por la intercepción de San Francisco Xavier, cuya imagen tuvo enarbolada todo
el día uno de los Padres Misioneros a vista del combate. De los Caribes, por más
que se amparaban de sus trincheras fueron 14 los muertos y más de 40 los
heridos, como después refirieron algunos indios de otras Naciones que Iban forzados
del miedo con ellos y añadieron, que pasaban de 300 los esclavos que llevaban; a
los cuales, para que no se escapasen durante el combate tuvieron amarrados y
cercados de gente armada: noticia que llevaron pesadamente los Soldados y por
no haber podido librar a tantos inocentes de su tiránica esclavitud (p. 93-95)
Gilij,
F. (1782 [1965]). Ensayo de Historia Americana. Tomo II. De las costumbres
de los orinoquenses. Caracas. (T. A. Tovar). Academia Nacional de la
Historia. 337 p.
CAPÍTULO XXX
DE LA GUERRA.
Considerados de tantas maneras y bajo formas tan
varias los orinoquenses, veámoslos en fin como guerreros. No hay duda de que
hay algunas naciones del Orinoco (sea de otras como sea) muy valerosas. Son
bravísimos soldados y fácilmente compiten con cualquiera los güipunaves y los
cáverres, y muchas otras tribus indias del alto Orinoco. No son tan valerosos
los del bajo, aunque sean considerados feroces y traidores. Todos sin embargo,
o poco o mucho, guerrean.
Haciendo la guerra, para no obrar ciegamente, se
requiere algún motivo. Se requiere para hacerla con fortuna, además del valor
de los soldados, las armas adecuadas para la tarea. Y por hablar primero de los
motivos de sus guerras, pueden estos reducirse fácilmente a dos, esto es, la
barbarie, y el interés. El primero, pues, es la innata barbarie, por la cual
unidos de algún modo los individuos de una nación entre sí, miran siempre con
ojo amenazador a todos aquellos que no conviven con ellos. Para quitarles esta
tendencia no sirve decirles que, aunque de lengua diversa, todos son sin
embargo americanos, y que entre ellos tienen naturalmente un color, una
costumbre, un genio, que debería unirlos juntos a todos sin mutuas ofensas. A
semejante razonamiento o no dan respuesta alguna, o lo desprecian
descaradamente. Y en cuanto un indio, aunque uniforme en lo demás, es distinto
en el hablar de otro, quiere insensatamente la sangre de este (p. 278-279).
Por lo cual no es el motivo que empuja a los
orinoquenses a la guerra el deseo de dilatar el dominio con la conquista de
otros pueblos. Porque de ordinario no tienen otra mira que la de destruir los
países junto con sus habitantes, sean enemigos o no lo sean. ¡Cuántas naciones
o ramas, por así decir, de naciones han perecido por este genio desolador del
Orinoco! Existieron en los países que son ahora de los tamanacos los llamados
tiaos[1]. De tal gente no queda ni
uno. ¿Oué son los uoqueares, qué los aquerecotos, qué otros indios que hemos
citado en otra parte, sino un nada? (p. 279).
Yo me pongo a considerar muchas veces un número tan
escaso de almas. Y concediendo gran parte a las epidemias, allí tan terribles,
la otra, que no es pequeña, se la doy toda a las armas, y creo que las naciones
actuales orinoquenses no son más que míseros restos de la crueldad de sus
enemigos, pero especialmente de los caribes y de los güipunaves. Los primeros
devastaron a las del bajo Orinoco; los segundos a las del alto. Por lo cual no
me causa ninguna maravilla que, siendo unos muertos y otros llevados por sus
enemigos, y otros habiendo huido por temor a estos y escondiéndose en los
montes más inaccesibles, no me causa, digo, maravilla, que estén tan
despobladas, como guarida sólo de fieras, las más hermosas y más dilatadas
comarcas del Orinoco.
Esta antiquísima desunión no ya de los orinoquenses,
sino también de todos los americanos, ha hecho primicialmente, en mi opinión,
que pocos extraños hayan bastado para apoderarse en tan poco tiempo de sus
comarcas. Para el común exterminio es bastante llevar la guerra a una nación.
Pues pronto se unen en ayuda de los que guerrean las demás (p. 279).
Que, si alguna nación está unida por amistad a otra,
para romper el más estrecho vínculo es suficiente un disgusto, aun ligero. Dos indios,
por ejemplo, van a beber en un día dado la chicha a los países de sus aliados.
Se embriagan, como es costumbre, y vienen a las palabras entre ellos mismos o
con sus amigos. Y he aquí terminada la paz. Los aliados se les echan encima, y
a golpe de macana los arrojan fuera. Huyen los heridos y llevan la noticia a
sus paisanos, los cuales desde aquella hora se ponen en armas. E interrumpido
todo comercio con los antiguos amigos, no quieren ya oír de ellos ni el nombre
si no es para ultrajarlo. Vienen luego mutuas desconfianzas, y no pasa al fin
largo tiempo sin que en la asamblea de la nación se dé el decreto de matarlos, señalando
el día y la hora (p. 280).
Después, si para hacer la guerra falta genio bárbaro y
faltan también los disgustos, la avaricia, tomando cualquier pretexto, los
espolea furiosamente a las armas. Pues los orinoquenses, además de matar a
muchos, a muchos también los atan para venderlos como esclavos; y la esperanza
de cambiarlos por cosas hace audaz para la cruel empresa aun al más tímido...
Pasemos entretanto a contar los bárbaros medios con los que los orinoquenses se
adiestran a guerrear (p. 280).
Las hormigas negras, grandes como las bachacas, y de
mordedura muy aguda, son las que poniéndolas en un cañizo y aplicándolas a las
desnudas carnes de los muchachos usaron antaño los tamanacos para probar con
bárbara invención el valor. Quién se queja, quien dice un ay, es adscrito a los
cobardes. En sus mismas danzas y bailes los maipures para este fin se sirven de
la fusta llamada manacapí, que está hecha de cuerdas durísimas de caraguatas[2], pegadas con la resina
peramán. Y atando a los jóvenes a un palo hincado en tierra delante de sus
casas, les dan latigazos, con los que queda horriblemente maltratada no solo la
espalda, sino también el estómago y el vientre. Este experimento de valor, que
se hace con sólo los adultos, les sirve de sumo honor, y no se pavonea tanto de
las heridas honrosamente sufridas en la guerra un soldado nuestro, cuanto hacen
pompa estos necios de sus cicatrices entre sus iguales (p. 280).
Siendo, pues, todos los orinoquenses cazadores y
pescadores, manejan con increíble destreza las armas, de las cuales nos falta hablar.
Sus armas nativas, por así decir, son poquísimas, esto es, las que usaron antaño
los antiguos, incluso los europeos: el arco y la maza. Usan el primero a
distancia, y de cerca la maza. De ésta, que se dice más comúnmente macana,
hablaremos la primera. Yo vi entre los orinoquenses tres clases. La macana
caribe, que es bastante común entre los indios del bajo Orinoco, es de una
madera durísima, plana por ambas partes, adornada con hermosas líneas, larga de
un palmo y medio, ancha como de uno, y de grueso dos pulgadas. Y luego tan
lisa, que causa maravilla ver entre bárbaros un trabajo tan fino. Se ata a la muñeca
con cordones de algodón, y su golpe es terrible (p. 281).
La macana de los oyes está hecha de madera de la
palmera arácu, y se toma en la mano a modo de cimitarra. Por la parte del mango
es estrecha, pero se ensancha al medio alrededor de un palmo, y se reduce poco
a poco en punta a modo de gran cuchillo. La macana de los indios del alto
Orinoco es una tabla de arácu de anchura de cuatro dedos y de cinco a seis
palmos de longitud, plana por ambas partes, de corte obtuso, y que no termina
en punta. De esta arma durísima, que es de color negro, usan con ambas manos.
El arco es muy conocido de todos. Fuera de que el de
los orinoquenses no tiene las pintas retorcidas, como los arcos de nuestros
antiguos, sino derechas por ambas partes. Y aunque está labrado en madera
fortísima de color rojizo, es flexible y elástico sumamente. Y así, poniendo
para apuntar la cuerda y atrayéndola a sí mismo con los dedos a la vez que Ia
flecha, se curva enseguida con facilidad. Las flechas son de cierta cañaheja
que los tamanacos llaman preu que, aunque firme es ligerísima. De estas cañas,
que no son salvajes, sino plantadas por los indios, las hay en toda nación y
son de la longitud de unos siete palmos (p. 281).
Pero las puntas de las flechas son de varias clases.
El hueso de la cola de la raya es la punta más temible. Otros ponen espinas
agudas de pescado. Usan otros, porque bien aguzado hiere también, un trozo de
madera de la palmera arácu o de otra semejante. Pero los más de los indios,
después del comercio con los extranjeros, las usan de hierro. Sean cualesquiera
las puntas, se ponen fácilmente en una muesca hecha en el extremo de la cañaheja,
atándolas con hilo fino y con pez de peramán. AI extremo se adaptan dos plumas
cortadas por la mitad, y estas plumas son las alas, podríamos decir, que llevan
velozmente la flecha (p. 282).
Pocas manufacturas hay entre los orinoquenses, y por
lo común son rudas. Pero estas armas son muy pulidas, y no se esperaría cosa
semejante de bárbaros. Sin embargo, la flecha no es arma de gran terror por sí
misma. Porque a cierta distancia el tiro es débil, y con un palo, y aun con un
pañuelo en la mano, se amortigua del todo su fuerza. Los tamanacos sin duda son
reputados como habilísimos arqueros. Pero óigase hasta dónde llega su valor.
Puse una vez el blanco a la distancia de una cincuentena de pasos, y les puse
de premio una ruana si daban en él. Después de reiteradas y afanosas pruebas
nunca dio ninguno, quedando todos atónitos cuando el capitán don Juan Antonio
Bonalde al primer tiro de fusil puso la bala en medio. Con todo, si se combate
con armas iguales, es espantosa la flecha, sobre todo si se unta con veneno. Y
he aquí una cosa de las más particulares de las batallas de los orinoquenses:
guerrea con ellos mismos el veneno (p. 282).
….
Concluyo ahora brevemente que, provistos de estas
armas, y por los motivos ya dichos, vienen los orinoquenses a las manos. No se
envían antes embajadores, ni se publican bandos que declaren a una nación la
guerra. Habiéndoseles metido en la cabeza el capricho de querer llevar contra
ella las armas, allá van en desorden. Y sea como sea de otros americanos, los
orinoquenses combaten sin orden alguno (p. 285).
Los mismos caciques, o cualquiera elegido en la
asamblea, a quien le nace de improviso en el pecho, excitado de la ira y del
interés, el valor, son los conductores del bárbaro ejército. Por lo demás
preparan a tiempo mazas y lanzas y flechas envenenadas, y provistos de cazabe y
de chicha de viaje se encaminan secretamente hacia las tierras de sus enemigos.
La noche antes del asalto duermen cerca de la población, y envían allí
ocultamente a alguno que observe el estado, a fin de avanzar a la mañana
siguiente con tiempo y, si tanto pueden conseguir, sorprender a todos durmiendo
(p. 286).
Son conocidas de todas las naciones estas sorpresas
bestiales, y… pocos son aquellos que una o dos horas antes del día no se
levanten de sus redes. Y Dios les guarde de, como ocurre en otras ocasiones,
que alguno vaya a coger agua del rio próximo o a bañarse. Es enseguida muerto o
atado y entregado a quien queda a cargo de la guardia de los equipajes.
Desde allí, acelerando el paso, van presurosos a las
casas, y después de rodearlas todo en derredor de hombres armados, los más
animosos entran dentro y matan y atan a quien se les pone delante. Toda la
fortuna de los pobres asediados consiste en que tengan a tiempo noticia, bien
para huir si son tímidos, bien para tomar las armas, si se tienen por
valerosos, y entonces les cuesta cara a los enemigos su victoria. Pero
ordinariamente, soñolientos y descuidados, quedan como presa de los vencedores.
No se oyen mientras sino gemidos y lágrimas. Unos mueren, otros atados con
cuerdas son llevados por el enemigo triunfante.
Pero aquí soy interrumpido por la curiosidad de los
que habiendo oído sobre las armas nativas de los orinoquenses, esperan también
las forasteras. Y no hay duda ninguna de que las haya alii, no ya fabricadas
por los indios, sino llevadas de Europa. Hay alii fusiles, hay sables de hierro
y de madera, ni faltan tampoco las lanzas. Pero los que especialmente usan de
ellas son los caribes y los güipunaves. Las otras naciones no las tienen (p. 286).
Hay también tambores, y el de los cáverres, de que
habla Gumilla, es de singularísima factura y de son muy horrible. Oído últimamente
sonar un misionero en su excursión a las tierras del régulo Cuseru, y también
él quedo sumamente maravillado. Pero los tambores de los otros orinoquenses no
son de tal hechura. Incluso son sencillos y rudos; esto es, de un trozo de
madera vaciado y recubierto a los lados con pieles sin curtir de ciervo. Los
escudos son también de groseras pieles. Los vi en un torneo gentil de los
maipures, en el que se tiraban entre sí bastones de la palmera muriche, y los
rechazaban con mucha gracia. Mas para una batalla, no solo los creo
inadecuados, sino totalmente inútiles (p. 287).
Uno de los motivos que, como ya he dicho, llevan a los
orinoquenses a la guerra es el interés; y este sin duda es el mayor y más
fuerte. Así pues, después de tomar una aldea enemiga, su primer pensamiento es
llevarse el ajuar que más les agrada, y repartírselo juntamente. Luego queman
las cabañas y cortan la yuca y las bananas y cuanto haya de bueno, no tanto por
odio a los vencidos, cuanto por bárbara jactancia y para que no piensen en
regresar. Devastada de esta manera la aldea, se llevan atados a los hombres, y
siguen llorosas y sueltas las mujeres con sus hijos. Luego de noche, para que
ninguno se desate, hacen por turno la centinela, hasta que llegan a su aldea, a
los cuales, al cabo, una vez venidos, y celebrado con bailes y con chicha el
retorno, reparten entre sí los prisioneros, y entre sus amigos y parientes, con
el fin de que juntos no estén en condiciones de huir o vengarse del daño. Y helos
aquí a todos esclavos, o, como en Orinoco se dice, helos a todos póitos (p. 287).
Esta voz es caribe. Pero también se llaman chinos, que
es un vocablo de la lengua de los Incas. No sólo entre los tamanacos, sino en
muchas partes de Casanare y de Meta los llaman macos. Los maipures les dan el
nombre de mero. Para los indios es tan vergonzoso el nombre de poito y los
demás que he enumerado, como seria para ellos el de perro; y los que en sus lenguas
no tienen palabras injuriosas, como ya he dicho, toman de buena gana ésta para
molestar a sus iguales (p. 288).
Duraba por lo demás en el bajo Orinoco por medio de
los caribes aliados con los holandeses el dañoso comercio de los poitos. Estos
europeos, cuyas colonias están poco separadas de las bocas del Orinoco, van a
los caribes, les llevan telas y escopetas y aguardiente y otros géneros que les
gustan, con los cuales compran poitos. Ésequibo, una de sus colonias, está llena
de ellos. Es sumamente perjudicial un uso tan detestable. Pero por el interés
que les produce a los indios el cambio de los poitos no sólo se despierta, sino
que se acrece en ellos esta locura. Ya he dicho qué guerra hicieron los caribes
con este fin antes del año 1733 a las naciones que están en el interior, y cómo
habiéndoles cerrado el paso por el Orinoco, encontraron pronto otro por tierra.
Añádase que tanto los güipunaves cuanto los caribes se han aplicado ya desde
hace tiempo a las armas de fuego, que son temidísimas de los montaneses. La
adquisición de un poito lleva por consiguiente consigo la destrucción de
muchos, y las naciones, en parte muertas, en parte llevadas esclavas, se
convierten en una sombra de lo que fueron. Los holandeses estiman aún mucho
para los servicios domésticos a sus poitos. Pero la desgracia de estos míseros
es que no sólo a los mayores, ni siquiera a los niños moribundos les es
administrado el bautismo. Más afortunados son aquellos que van a dar a manos de
los franceses, y se dice que los tratan verdaderamente como a hijos...