En una soleada tarde
caraqueña de mediados de julio del año 2018 acompañado con el buen amigo Luis
Farage en una cafetería de Santa Paula me enteré de que el Guardacostas “Los Cayos”
se había hundido en Puerto Cabello y necesitaban de la información que pudiese
suministrar para proceder a su desincorporación. Lo primero que vino a mi mente
fue que con ese hundimiento se habían ido los restos de la Marina de Guerra
venezolana rescatados de la flota muerta y que asumí el comando de esa unidad
los primeros días del año 1986 contra mi voluntad. Una decisión del alto mando
naval dispuso que el comandante de esa unidad debiera ser un oficial y fui designado
para ocupar un cargo que cambió radicalmente mi vida profesional y personal.
Hubo dos motivos que me
empujaron a tratar de no asumir esa responsabilidad. El primero lo explique al
comandante de la fragata “General Soublette” al menos un año antes de que se
tomara esa decisión. Él me preguntó cuáles eran mis aspiraciones en la Armada y
le respondí que ser almirante como todos
los demás, y me inquirió por no decir que quería ser comandante de un buque
de guerra. Le respondí en ese entonces que observaba que la imagen del
comandante todopoderoso que tenía de mis lecturas no se correspondía con la
realidad de unos comandantes que tenían que actuar con estrictos controles por
el grado de sofisticación de unos navíos que fueron en esa época expresión del
estado del arte de la construcción naval a escala global. El segundo, después,
cuando se produjo el nombramiento, tuve la intuición de que además de las
vicisitudes que viviría en el mar iba a tener que enfrentar la fricción de una
burocracia generada por la coexistencia de dos fuerzas que impedían el
desarrollo marítimo venezolano que ni Estado ni la Armada han podido superar:
dos visiones limitadas de cómo debería ser el país marítimo dentro de un
contexto signado por limitaciones financieras y materiales. A pesar de esta
resistencia asumí el cargo de Comandante de la Lancha Guardacostas “Los Cayos”
LG-12, una nave de 29 metros de eslora, 6 de manga, un desplazamiento de 380
toneladas, una ametralladora de 12,7 mm, un propulsor y un eje que le daban una
velocidad sostenida de siete nudos, un viejo generador que no contaba con
repuestos que pudiesen prolongar su vida útil y una tripulación que osciló en
torno a 12 hombres. Esta unidad había entrado al servicio en la Armada a
principios de los años ochenta del siglo pasado después de haber terminado sus
días como pesquero luego de un proceso legal de confiscación. Se le hicieron
algunas modificaciones de forma apresurada que lo convirtieron en una nave de
apoyo logístico.
Con respecto al primer
aspecto puedo decir que mi vivencia como Comandante fue la de un ser
todopoderoso como lo indicaba mi patente de navegación. Asumí el reto debido a
que ya había aprendido en otras oportunidades que hacer resistencia cuando algo
estaba destinado era inútil en el más puro sentido estoico. Lo más inteligente fue
para mí sacar el mejor provecho de la experiencia. En relación con el segundo
vamos a hacer histórica y traer al presente lo que la memoria me permita del
tejido de experiencias memorables que se fue construyendo en dos años y
trecientos días a bordo de esa unidad siguiendo el derrotero que indicaré a
continuación: las primeras navegaciones, la lucha contra la burocracia y la
metamorfosis en buque de guerra.
Las
primeras navegaciones.
La asunción del cargo de
Comandante de la Guardacostas “Los Cayos” fue muy administrativa, digamos
anglosajona, llegue al navío, hablé con el Comandante saliente y luego de un
reconocimiento se formalizó todo en un acta. En una primera impresión, luego de
haber permanecido tres años a bordo de la fragata “General Soublette” me
pareció que el navío padecía de muchas carencias y limitaciones. Carencias
porque no estaba armado para “hacer… la guerra…” y cumplir tareas de
Guardacostas, ni poseía instrumentos de navegación que permitieran un
posicionamiento confiable, y limitado porque su disponibilidad operacional era
baja. Dada esta situación su misión fundamental fue el apoyo al Apostadero
Naval de Turiamo. Así fue como se dieron mis primeras navegaciones.
Navegar por primera vez,
como todo, es la experiencia de caer y golpearse y aun así levantarse y seguir
adelante. Tuve la suerte de recibir un buen consejo después de
haber-sido-en-obra en mi primera misión de manera exitosa: dadas
las características del buque, no se podía maniobrar en contra del viento y las
corrientes,… había que tenerlas a favor. El arte de navegar es usar los
elementos de la naturaleza para alcanzar lo que uno se ha establecido como
meta, no ponérselos en contra. La segunda enseñanza fue lograr que todo el
equipo, es decir, toda la tripulación estuviese enfocado en facilitar el logro
de lo que se había establecido como meta. Esto fue importantísimo debido a que
aprendí que un acto de desobediencia puede ser crucial para alcanzar un
objetivo lo cual suponía a su vez que había que asumir riesgos. De más está
decir que asumir riesgos significaba actuar de acuerdo a un cálculo y
consecuentemente una evaluación de posibilidades.
Una vez nos pasó que el
navío se accidentó en Turiamo por falla en el arranque del propulsor. Para
poder regresar a Puerto Cabello necesitábamos de un repuesto que no sabíamos
cuando llegaría por lo que teníamos una posibilidad de encender el propulsor
con el riesgo de que si se apagaba podría ocurrir una tragedia. Reuní a la
tripulación y logré focalizarla en la misión del navío de manera tal que a
partir de allí estuvo cohesionada. Pudimos retornar y dedicarnos a tratar de resolver
los problemas que padecía el navío. En función de mi experiencia vivida en esa
oportunidad y en la última navegación del Transporte A.R.V. “Los Roques”[1], me propuse convertirla en
una especie de mini lupo en alusión a
la fragata clase “Mariscal Sucre” y de ahí hice una campaña para lograr ese
objetivo. El navío fue armado y se lograron algunas mejoras, pero los
principales problemas que padecíamos no habían sido resueltos.
A pesar de ello, entre las
acciones que emprendimos estuvo, en primer lugar, darle una identidad, en
segundo lugar, construir un manual de organización y, en tercer lugar, tratar
de extraer de la flota muerta aquello que pudiese servir para nuestros
propósitos de ayudar a convertir a “Los Cayos” en un buque de guerra.
La identidad dentro de ese
ambiente fue darle al navío un escudo, es decir, un signo y una heráldica, un
significado. Para ello diseñamos un blasón con un fondo en azul aguamarina. En jefe
tenía el Casco de Palas Atenea mirando a destra simbolizando la inteligencia
que debe poseer todo marino que tome el destino de las armas. En el corazón del
escudo un Trébol Negro de cuatro hojas que simbolizaba la buena suerte que se
debe tener si se cultiva un temperamento prudente y previsor. Debajo del
corazón un tridente y una espada posicionada como una cruz de san Andrés. El
tridente de Poseidón y una espada cruciforme de estilo medieval. En punto
estaba escrito en un listel a sinistra el nombre ‘Pontoporeia’ y a destra ‘Eulimene’.
En el centro el nombre de la unidad: A.R.V. “Los Cayos”. ‘Pontoporeia’ es la
Nereida que conduce los navíos en la mar y ‘Eulimene’ las que los conduce a
buen puerto. Esta insignia fue aprobada y ostentada por la tripulación. Vale
decir que un oficial cuando vio ese escudo exclamó “demasiado escudo para ese
pedazo e’barco”. Pero el efecto que logró fue el esperado: logró identificar a
la tripulación con el navío y así cada quien pudo contar su historia.
El Manual de Organización fue una exigencia urgente del comando
superior para el momento en que recibí el cargo. Para mí fue la estructura de
su identidad. Tardé dos años porque fue la escritura de las actividades que
hicimos en todo ese periodo partiendo de cero. Fue como escribir cómo hacíamos
las cosas en circunstancias normales y excepcionales una vez que nos aseguramos
que la manera de hacerla era práctica y segura y podía ser seriada. Construimos
una doctrina a partir de la fijación en palabras prácticas que se hicieron
consuetudinarias hasta su desaparición física. Este principio de individuación
generó identificación y permanencia.
De la flota muerta
hablaremos más adelante. En ese entonces se discutía su desguace, fundición y aprovechamiento
de sus materiales, en especial acero naval y bronce aun adherido fuertemente a
las estructuras que medianamente se encontraban a flote. Ello nos hizo tener
que pensar el navío que queríamos y explorar qué podíamos tomar para constatar
si era viable para el nuevo destino que habíamos diseñado.
Todo este esfuerzo se hizo a
pesar de la fricción representada por la burocracia. Esta burocracia, en las
condiciones en que estaba producía retardos que podían generar una matriz de
fallas que podía crear las condiciones de posibilidad de que ocurriese un
accidente en la medida que las exigencias operacionales fuesen mayores. Esa fue
una de mis principales preocupaciones.
La
lucha contra la burocracia.
Asumí el cargo de Comandante
y casi simultáneamente me fue entregada la Patente de Navegación. Esta patente
era dada por el Presidente de la República, en ese entonces, a los oficiales
navales para ejecutar “todos los actos de paz y de guerra necesarios al
cumplimiento de sus funciones, sujetándose en todo a las leyes de la
República…”. La lectura razonada de este documento me hizo comprender que si
bien había sido designado por el alto mando naval la responsabilidad que
portaba encima de mis hombros iba más allá de los promotores del nombramiento.
Mi rendición de cuentas era ante la República en la figura de su Presidente.
Este hecho resultó trascendental para mí debido a que recibí la gran
responsabilidad de conducir un medio naval inseguro e incapaz de estar a la
altura de las circunstancias y no quería repetir la experiencia de la última
navegación del A.R.V. “Los Roques”. Por lo que después de un año de gestiones
infructuosas para aumentar la disponibilidad operacional del navío decidí
dirigirme al Comandante General de la Armada para tratar de resolver los
problemas por mi planteado. Semejante acción puso a la Armada en contra mía.
Pero en el año 1986, como dije, existían dos mentalidades en la Armada: la de
los viejos buques y la que luchaba por estar a la altura de las circunstancias
que significaba el disponer de tecnologías avanzadas para la época. Frente a
esta dualidad, tuve que enfrentarme a una comisión inspectora que debía poner en cintura al oficial que había
desafiado a toda la estructura de comando.
La comisión inspectora
constató que estaba en lo cierto. Pero aun así después de importantes
reparaciones salimos a operar con severas limitaciones. Fue un problema: la
mentalidad de los oficiales de los viejos buques que navegaban en condiciones
inseguras exigía que operase en las condiciones en que estuviese, la mentalidad
nueva de ese entonces exigía que NO se operase en condiciones inseguras.
Después de alertar al comando superior de mis limitaciones y de los riesgos que
podría acarrear a la unidad como un todo cumplimos dos misiones: recuperar un
torpedo de prueba lanzado contra una fragata por un submarino tipo U-209 y a
interceptar una posible operación de tráfico de narcóticos en horas nocturnas
en el Golfo Triste. En ese entonces ya contaba con una tripulación entrenada y
muy capaz.
En relación con la
recuperación de un torpedo de prueba la maniobra fue muy complicada a pesar de
su sencillez por lo que ameritó mucha paciencia en la ejecución. Siempre tuve
presente una sentencia dicha por un oficial brasileño en un conferencia
pre-zarpe en una operación combinada con buques de la Marina de Brasil dos años
atrás. Los oficiales planificadores venezolanos querían incluir más ejercicios
en el plan de eventos alegando el alto nivel de adiestramiento de las
tripulaciones y el oficial brasileño, que era el comandante del grupo de tarea
del país vecino dijo: “por más adiestrada
que esté una tripulación, una maniobra marinera puede durar cinco minutos o
cinco horas”. En ese momento esa sentencia fue suficiente para que los
venezolanos desistieran de la idea. El día que nos tocó la recuperación del
torpedo esa sentencia del oficial brasileño se convirtió en máxima. El mar
embravecido hizo que se tuviera que localizar el torpedo y ejecutar varios
intentos para recuperarlo. Después de las 2200 horas logramos cumplir nuestro
propósito y nos dirigimos a puerto remolcando el artefacto. Tratamos de
comunicarnos con la capitanía de puerto para reportar nuestra entrada y la
comunicación fue en vano. No hubo nadie que nos respondiera. En vista de ello
decidimos entrar a la dársena y allí se presentó un grave problema: un
portacontenedores estaba enfilándose al canal de entrada/salida en el mismo
momento en que nosotros estábamos haciendo lo mismo para entrar en condiciones
restringidas por el remolque. En semejante situación decidí seguir adelante.
Hay que aclarar que el canal de entrada/salida a la dársena de Puerto Cabello
era en ese entonces muy estrecho, sólo podía navegar un buque a la vez. Para seguir
avante sólo se necesitó sangre fría. Calculé que disponía de un mínimo espacio
para pasar y mi tripulación respondió a la altura de las circunstancias. Todas
las órdenes fueron cumplidas milimétricamente. En el momento exacto en que los
dos navíos estaban pasando por el canal podía tocar el casco del portacontenedores.
Todo ocurrió en menos de un minuto. Después, el atraque fue suave y entregamos
la encomienda. No felicité a la tripulación, me comporté como si todo hubiese
sido normal. Después mi segundo al mando, uno de los más excelentes
profesionales con los cuales tuve la oportunidad de compartir experiencias,
José Medina Zambrano me dijo que creyó que el portacontenedores nos iba a
embestir; yo le dije que en ese momento no pensé en nada, sólo que no podía
abortar la maniobra porque el remolque lo impedía y si lo hacía iba a ser más
riesgoso. Aprendí que en situaciones extremas uno se conecta con el todo, por
ello uno no piensa nada, todos los sentidos se alinean para pasar el trance, pensar
en algo es catastrófico. Después del atraque la sangre fría me salió del
cuerpo y duré ensimismado varias horas hasta que volví a adquirir conciencia de
mi responsabilidad.
Con respecto a la
interceptación de presuntos narcotraficantes en el Golfo Triste esta fue una
operación nocturna. Luego de varias acciones sorpresivas de visita y registro
no logramos ningún resultado. Finalizamos la misión cuando sentimos que
estábamos poniendo en riesgo físico a la unidad por la existencia de bajos,
aunque arenosos, en el área de interceptación. Al regreso a puerto ocurrió lo
que más temía: que una de las condiciones inseguras reportadas se manifestase.
Es decir, se sobregiró el generador fracturándose en el acto. Logramos atender
la emergencia mitigando los daños y pudimos regresar a puerto a duras penas. En
la entrada a puerto no conseguimos ningún percance. El reporte de accidente
consecuente hizo mover cielo y tierra al comando superior para resolver la
situación embarazosa en que había quedado. Dos meses después la unidad dispuso
de un nuevo generador con alta confiabilidad y estábamos en condiciones,
después de resolver algunos problemas disciplinarios, de navegar por todo el
mar de Venezuela.
Esta situación y su
evolución como un todo con un resultado favorable para la unidad, desde una
perspectiva institucional, produjo en mí un cambio radical sobre mi visión de
la Armada que tendría sus consecuencias debido a que fui objeto de una
conspiración, la de los necios que se negaron a aceptar la ocurrencia de unas alteraciones
que estaban aconteciendo en la Armada y respondieron tratando de apartar al
oficial molesto por alertar como lo hace un tuerto a individuos que se negaban
a ver un problema que ya se estaba haciendo patente, es decir, la decadencia
generada por la imposición de una visión limitada de la realidad completamente
des-armónica en relación a un contexto de cambios generalizados. Estas alteraciones,
que indicaban un agotamiento institucional, apuntaron al inicio de un ritornelo,
es decir, algo que ha sido para nosotros un eterno retorno que se haría
evidente en los años 1992, 2002 y 2014-2018 y que probablemente se había vivido
en el año 1945, 1948, 1958 y 1962.
La
metamorfosis en buque de guerra.
El A.R.V. “Los Cayos”
sufriría aun importantes transformaciones que aumentarían sus capacidades
marineras y lo posibilitaría a cumplir con su misión como buque de guerra. En
ese momento me percaté de que debería prepararme para navegar más allá del
espacio marítimo al cual estuvimos acostumbrados, es decir, en todo el mar de
Venezuela. Como los costos para adquirir accesorios nos eran sumamente altos,
recurrimos a la flota muerta para tratar de “raspar la olla” y recuperar todo
aquello que nos pudiese servir en función de una lista de requerimientos que
nos habíamos hecho. Así pudimos hacernos con muchos accesorios de acero naval y
de bronce cuyos costos no podíamos sufragar y que mejoraron nuestro apresto
operacional. Por lo que con el hundimiento de A.R.V. “Los Cayos” se fue a pique
el resto material viviente de la marina venezolana de los años cincuenta,
sesenta y setenta.
Después de varias misiones
de patrullaje y de verificación del grado de alistamiento, nos destinaron junto
con el patrullero costero “Independencia” a apoyar la ejecución de una regata
entre el Cabo de la Vela y Curazao. Fue un fin de semana de los primeros días
de agosto de 1987. La actividad de apoyo se cumplió con el único inconveniente
que una embarcación deportiva neerlandesa se había quedado a la deriva teniendo
que ser remolcada por el patrullero costero. El domingo, después de mediodía
fue destacado de emergencia el patrullero costero al Golfo de Venezuela por lo
que nos correspondió a nosotros terminar el auxilio. Después de allí regresamos
a Puerto Cabello. El arribo fue a las 0800 hrs. del día siguiente. Sentí una
gran impresión ver la gran actividad que existía en la base naval. Actividad excesivamente
anormal para un lunes en la mañana. Luego me enteraría de que había estallado
una crisis en el Golfo de Venezuela que sería conocida como la crisis de la
Corbeta “Caldas”. El A.R.V. “Los Cayos” fue puesto a la orden de la Fuerza de
Tarea que se había establecido y aparte de cumplir varias misiones de apoyo
relativas a la provisión de material de guerra para los buques y de presenciar
los acontecimientos en una sala de operaciones mi vivencia de la crisis se
produjo después y de otra manera. La crisis oficialmente terminó el 18 de
agosto, pero las condiciones de alerta máxima en la Armada se levantaron
después generando un importante desgaste de personal y de medios. En general,
considero que el personal de la Armada asumió la crisis de manera estoica y ese
acontecimiento en sí develó la verdadera vocación de muchos que hicieron vida
en la institución en ese momento.
En esos días posteriores se
presentó una falla grave en el propulsor y después de hacer fallidos intentos
en la base para solucionarla la reporté al comando superior donde me indicaron
que me dirigiese a los Diques y Astilleros Nacionales. Allí me dijeron que la
única persona capaz de resolver mi problema era un técnico colombiano. Este
hecho me planteó un gran problema si se considera que a pesar de la
desescalada, las condiciones de seguridad se habían hecho sumamente exigentes,
sobre todo en lo concerniente a la entrada de extranjeros a instalaciones
militares. Así pues, mi dilema fue: me atenía a la situación de seguridad o la
violaba para lograr la operatividad del navío. Pensando en la patente de
navegación y en mi vivencia hasta el momento como Comandante asumí el riesgo
personalmente y llevé al técnico a mi navío hasta que logró reparar la máquina.
La unidad estuvo lista a principios de septiembre por lo que pudimos cumplir
tareas de apoyo en Turiamo para mitigar a los venezolanos que fueron afectados
por la tragedia del río Limón.
Después de las operaciones
de apoyo en Turiamo fui destacado al oriente del país, a Guanta y Puerto La
Cruz, desde donde cumplí tareas de patrullaje que nos llevaron hasta Güiria y
al territorio insular que bordea al mar de Venezuela. Una vez oí que los
marinos venezolanos hasta la era de los años treinta eran capaces de orientarse
por el olor de la costa adyacente en que navegaban. Confieso que nunca pude
adquirir ese don. Las herramientas de navegación mías fueron el radar y la
combinación del reconocimiento de las estrellas con un radiogoniómetro. El
radar fue la herencia de mi experiencia en la fragata “General Soublette”. La
navegación astronómica era (y creo que aún lo es) una disciplina obligatoria en
la Escuela Naval de Venezuela. La destreza la adquirí en el crucero de
instrucción a EE.UU. en el Buque Escuela “Simón Bolívar” y en la navegación a
Italia en la mencionada fragata, pero, como se pudo visualizar en la heráldica
del navío, en esa época tenía una atracción por las obras de Hesíodo y Ovidio,
mi capacidad para la navegación astronómica estuvo realmente asociada al
reconocimiento de los mitos griegos que siempre nos condujeron en el mar y nos
llevaron a buen puerto. El
radiogoniómetro fue el instrumento que nos unía a tierra. Mi respeto por ese
instrumento anticuado provino de mis lecturas acerca del papel que desempeñó en
la batalla de Tsushima.
Este fue mi último periodo
como comandante del A.R.V. “Los Cayos”. Los patrullajes que ejecutamos fueron
momentos que propiciaron en mí una gran paz interior. Sentí la libertad de
estar en contacto con la naturaleza a pesar de la sublimidad subyacente, es
decir, del poder que podía ejercer la inmensidad sobre nosotros, y a la vez con
la suficiente autonomía de mi voluntad para decidir qué hacer a diferencia de
lo que había percibido de los comandantes de las grandes unidades. Después del
derrotero seguido en el oriente del país fui destinado de nuevo a Puerto
Cabello. Allí participamos en el desfile naval del año 1988. Después de allí
fui destinado a Punto Fijo y con esta asignación recibí el nombramiento de mi
relevo y mi regreso a la Fragata “General Soublette” para ocupar el cargo de
jefe de artillería principal.
Cuando fui nombrado como
Comandante me informaron que permanecería en el cargo por un año. Me imagino
que los problemas que generé alargaron el tiempo de mi estadía, pero aun así consideré
larga la permanencia que tuve.
En Punto Fijo cumplí varias
comisiones a Los Monjes. En la última navegación cuando estábamos arribando se
presentó como a las 2200 hrs. una falla eléctrica en la península de Paraguaná que
dificultó la maniobra de atraque. Fue la peor maniobra que ejecuté en toda mi
vida… había perdido las referencias visuales. Nada que lamentar, todo fue efecto
de la ansiedad de que no ocurriese nada que pudiese interrumpir la entrega
normal del cargo. Lo peor ocurriría inmediatamente. Venezuela no se caracteriza
por ser un país que sea afectado por huracanes. Pero en esos días la tormenta
Joan se acercó mucho a nuestras costas y se dirigió directamente a la península
de Paraguaná. Cuando anunciaron las alertas me encontraba en La Guaira en una
reunión de Comandantes y traté de dirigirme a mi unidad pero se me hizo difícil
porque se interrumpieron las comunicaciones terrestres, marítimas y aéreas. Sólo
quedaron las comunicaciones telefónicas. Mi indicación a la tripulación fue
asegurar el navío con guayas de acero así como cualquier cosa que pudiera
actuar como un proyectil y lo abandonasen momentáneamente mientras pasaba el
ojo de la tormenta. La guardia cumplió a la letra la orden y los daños fueron
mínimos. La tormenta se convirtió en huracán cuando entró en el Golfo de
Venezuela. En medio de los destrozos alrededor, cuatro días después, con la
unidad en un estado de alta disponibilidad operacional entregué el cargo.
Corolario.
Regresé a la Fragata
“General Soublette” a finales de octubre de 1988. En ese momento era lo que
deseaba. No me fue mal, pero tampoco bien. Ante la opción de ser jefe de
armamento o asumir un cargo en tierra, elegí lo segundo. Quería estudiar. Me
había percatado desde mi comando que los buques habían dejado de ser medios
confiables porque los esfuerzos en garantizar un aceptable nivel de
mantenimientos fueron insuficientes por un conjunto de causas. Permanecí hasta
agosto de 1990, después de que una crisis política que había desangrado a
Trinidad había amainado. En julio del año 1992 me ofrecieron de nuevo asumir el cargo de
jefe de armamentos en una fragata y no acepté el nombramiento, preferí ser segundo Comandante
de la Guardacostas “General Morán”. Pero, los intentos de golpes de Estado de ese año
provocarían cambios de circunstancias en lo profesional y personal.
El Guardacosta A.R.V. "Los Cayos" tendría más de una década de vida operativa en la Armada venezolana como se puede evidenciar en esta imagen suministrada por Ramón Rivero-Blanco
El Guardacosta A.R.V. "Los Cayos" tendría más de una década de vida operativa en la Armada venezolana como se puede evidenciar en esta imagen suministrada por Ramón Rivero-Blanco
[1] En el año 1983 después que la
fragata “General Soublette” sufrió una avería de importancia su comandante
decidió convenientemente enviarme de comisión a bordo del A.R.V. “Los Roques”
porque ese medio necesitaba cumplir una misión de apoyo y faltaba un oficial de
su dotación. Fue la última navegación de ese buque puesto que se encontraba en
un pésimo estado en cuanto a condiciones de seguridad. La navegación fue
accidentada porque el buque comenzó a presentar fallas. Estuvimos en la
Orchila, luego en Cumaná. Allí en una mala maniobra en condiciones atmosféricas
adversas un cabo de atraque se enredó en una propela produciendo retrasos en el
cumplimiento de la misión. Retornamos a la Orchila y después que se averió un
propulsor el Comandante decidió regresar a Puerto Cabello. La velocidad de
retorno fue de dos nudos, pero navegando con un solo propulsor nuestra derrota
asemejó a un espiral que iba extendiéndose lenta y lastimosamente con lo cual
se extendía el retraso y la tensión a bordo. En estas circunstancias comenzamos
a hacer preparativos para mitigar cualquier complicación que se presentase y a
reportar nuestro estado. Alrededor de la medianoche ocurrió el momento
culminante: un mercante de la Compañía Anónima Venezolana de Navegación casi
nos enviste a pesar de todas las previsiones que tomamos debido a que su timón
estaba bloqueado y no podía maniobrar. Llegamos a la rada de Puerto Cabello un
domingo en la tarde auxiliado por unos remolcadores. Eso puso fin a esa
travesía. Además de la experiencia que adquirí, lo que más me impresionó de
todo lo vivido y tomé como ejemplo a seguir fue la imperturbabilidad del
Comandante ante las situaciones de emergencia. En ese entonces fue Lewis Patiño
Patiño.
la vida de un marino
ResponderEliminarExcelente y Extraordinario relato.
ResponderEliminarFelicitaciones
Graaacias
EliminarEste relato debiera ser publicado para conocimiento de las Nuevas Generaciones.
ResponderEliminarVuestra Valentía tendrá Eco en la Eternidad.
Saludos respetuosos y Cordiales.
Guaoooo, muchisimas gracias....
EliminarMuchas veces coincidimos en la mar, yo disfrute mis Comandos pero al final de los tiempos y luego de todo lo vivido descubrimos que a veces más allá de las razones de Estado fuimos utilizados en apetencias personales
ResponderEliminarSaludos, si, eso es cierto... lo que es importante transmitir es cómo se encaró eso en ese momento que se vivió para bien o para mal... Graaacias por tu comentario!!!
EliminarQue historia, yo soy bravo 97 y pague mi servicio militar el el ARV los Cayos LG 12 y en mi tiempo de servicio casi nos hundimos en boca de Dragón
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