lunes, 1 de octubre de 2018

IMMANUEL KANT: LA FILOSOFÍA Y LA POLÍTICA SEGÚN PlERRE HASSNER (Pp 549-584)


STRAUSS, L y CROPSEY, J. (Comp.) (2009). Historia de la Filosofía Política. México. (T. L. García Urriza, D. Sánchez y J. Utrilla). Fondo de Cultura Económica. 904 p


Kant ha dado a la política a la vez un lugar central y secundario en su filosofía. En sus tres críticas habla raras veces de política, y sólo por alusión, salvo en un párrafo de la CFJ. Donde presenta en forma explícita una enseñanza política, lo hace por medio de una doctrina de la ley o de la filosofía de la historia... Los conceptos y propuestas prácticas que contienen confirman la idea de que en esencia son un medio de relacionar entre sí dos universos ya existentes: el del sistema kantiano expuesto en sus Críticas y el del derecho natural moderno, presentado por Hobbes, Locke y especialmente Rousseau. Kant a veces va más allá de sus maestros; pero aun cuando lo hace, como en su doctrina de la paz perpetua por medio de la organización internacional, su originalidad no se encuentra en el contenido de la propuesta (…) sino en la nueva base filosófica y la envergadura que él le da, expresándola en términos jurídicos que pretenden ser independientes de toda experiencia, y fundándola en su filosofía moral y en su filosofía de la historia.
La enseñanza política de Kant puede resumirse en una frase: gobierno  republicano y organización internacional. En términos más característicamente kantianos, es una doctrina del Estado basada en el derecho (Rechtstaat) y en la paz eterna. En realidad, en cada una de estas formulaciones ambos términos expresan la misma idea: la de la constitución legal o la de "la paz por medio del derecho". Dentro de los estados y entre ellos, es cuestión de pasar del estado de naturaleza que es un estado de guerra, al estado legal que es un estado de paz. La definición del estado legal y, ante todo, de los fundamentos en que se basa y las condiciones que lo hacen surgir son objeto del esfuerzo de Kant en la medida en que es un filósofo "político". Cumple con su tarea basándose en sus concepciones de la moral y de la historia, mostrando que la paz depende del derecho y el derecho depende de la razón, y el impulso de las cosas en la naturaleza hacia un estado libre, racional y, por ello, más pacífico.
Puede decirse que la empresa de Kant tiene por punto de partida la tensión entre la ciencia y la moral, entre la física moderna desarrollada de manera sistemática por Newton y la conciencia moral expresada puramente por Rousseau: entre el determinismo universal implicado por el primero y la libertad de la voluntad, implicada por el último. Kant intenta resolver el problema haciéndolo más profundo. Trata de conservar los dos términos, no reconciliándolos sino dando a su tensión y a su coexistencia una base teórica, a saber, articulando la oposición entre naturaleza y libertad: entre el mundo de los fenómenos y el mundo de los noúmenos. El mundo de los fenómenos es el mundo de las cosas en su manifestación o apariencia; el mundo de los noúmenos es el mundo de las cosas como son en sí mismas o como podrían ser conocidas si el conocimiento de ellas pudiese lograrse sin intermediación de la experiencia. El mundo de los fenómenos es el que la ciencia puede conocer; el mundo de los noúmenos es el ámbito que es abierto por la moral. En este último ámbito, la razón logra liberarse perfectamente del efecto condicionante y por ello limitador del mundo natural de las cosas.
Precisamente en este ámbito de razón no condicionada pueden los hombres ser libres de toda cosa externa, de todo objeto de hacer o de adquirir. Les queda una perfecta autonomía: la libertad de obedecer una ley prescrita por sí mismos, por simple respeto a la universalidad (o imparcialidad) de la propia ley. La completa disyunción de lo empírico y lo nouménico entraña una disyunción igualmente completa de la felicidad y la virtud: felicidad es la satisfacción de nuestras inclinaciones empíricas, naturales, mientras que virtud es la obediencia a la ley moral. Una corresponde al orden de la naturaleza, la otra al orden de la libertad.
Pero Kant no puede dejar las cosas en la disyunción absoluta de las dos esferas. Hay que procurar un acuerdo entre la virtud y la felicidad, de modo que la libertad pueda operar dentro de la naturaleza y la naturaleza pueda ser receptiva a acciones morales, aun a ser transformada por ellas. Kant logra este acuerdo planteando esta pregunta: ¿Qué puede esperar el hombre?, y mostrando luego que la respuesta señala en dos direcciones: lo que puede esperarse en esta vida (trayendo así a consideración la esfera de los fenómenos) y lo que puede esperarse después. Para mostrar lo que podemos esperar en el otro mundo, Kant elabora los postulados de la razón práctica: la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Su análisis de la ley, la política y la teleología histórica le permiten mostrar lo que el hombre puede esperar aquí en la tierra.
Habiendo separado las dos esferas de moral y naturaleza, Kant trata de volver a unirlas mostrando intermediarios y correspondencias entre ellas. La ley, la historia v la política aparecen como la norma compuesta para evaluar esa reunión I a evaluación, y por ello la norma, es de singular importancia, pues la cuestión de la relación entre las esferas de naturaleza y de moral es, de hecho, la cuestión de la posible existencia de las dos esferas, las concepciones de las cuales son producto de una libertad y de una razón en acción en el mundo de los fenómenos. La raíz de la pregunta planteada por la filosofía política de Kant reside en la ambigüedad de la moral y la política, de cada una en sí misma y de ambas en su relación mutua. Esa ambigüedad hace que la propia fórmula de Kant (de que la verdadera política es la aplicación de su moral) sólo sea aceptable con ciertos retoque. La dificultad surge porque no sólo es verdad que la política de Kant debe interpretarse con base en su moral, sino que su moral pueda interpretarse con base en su política. Además, su política también debe ser interpretada aparte de su moral, y su moral, en última instancia, depende en absoluto de condiciones que están más allá de la política. Esta ambigüedad o contradicción explica la división y a la vez la reunión que hace Kant entre ley y moral y su extraña vacilación en el umbral de la filosofía de la historia, mientras, aparentemente, le asigna un lugar a la vez decisivo y tangencial.
La dificultad surge a la vista cuando nos volvemos, del sistema kantiano como tal, hacia su inspiración y su significado humano. La moral de Kant es revolucionaria no sólo en su status teórico y en que se basa en la pura forma de la ley, y no en algún contenido específico, sino también en el contenido hacia el cual este formalismo no puede dejar de señalar, a saber, los derechos del hombre. Pero el concepto de los derechos del hombre —como el de autonomía en que se basa y que Kant afirma que está deduciendo a priori— tiene una prehistoria que es política. Kant reconoce, varias veces, la decisiva influencia de Rousseau sobre sus doctrinas política y moral. La prioridad de lo práctico sobre lo teórico, de lo moral sobre lo intelectual, la superioridad para los científicos o filósofos como almas simples, obedientes a la voz del deber, todo ello procede del Rousseau del Primer discurso y de la Profesión de fe del vicario de Saboya, así como los conceptos de libertad como obediencia a una ley autoprescrita y de la generalización de los deseos particulares para garantizar su legalidad fueron tomados, en última instancia, de las enseñanzas de Rousseau en el Contrato social. Por último, la filosofía kantiana de la historia está orientada explícitamente por el Discurso sobre el origen de la desigualdad, de Rousseau.
Percibir el rousseauísmo de la moral de Kant es percibir, al punto, la inspiración política de esa moral. Pero al mismo tiempo, la radicalización kantiana del rousseanísmo —su transformación de la generalización de los deseos o voluntades en la universalización de las máximas— y las consecuencias que de ella saca en su doctrina de los postulados produce una moral que es apolítica y, a la vez, inaplicable a la política. Si la moral de Kant es política y si necesita la política o depende de ella son preguntas que pueden hacerse con vistas a las fuentes o la inspiración, el contenido, la aplicación o las consecuencias de dicha moral.
No podemos dejar de preguntar también si la política de Kant es moral, es decir, si depende en cada aspecto de la ética de la razón práctica. De este modo, la paz perpetua es presentada como el bien político supremo porque en realidad la razón práctica prohíbe en absoluto la guerra; pero la paz también aparece, a la manera de Hobbes y de Locke, como indispensable para la vida y la propiedad, es decir, buena para algún fin o felicidad en el ámbito de la naturaleza o la falta de libertad. Asimismo, el estado de la sociedad civil tiene un contenido moral porque es el estado de ese respeto a los derechos que es la base de la libertad y de la dignidad humana.
Pero, mientras que la filosofía de la historia apela al funcionamiento de una buena voluntad (una voluntad moral) para crear el estado auténticamente civil, Kant reconoce que la naturaleza obliga a que el avance hacia ese estado dependa de la pasión, la discordia y la guerra. Asimismo, la idea de un auténtico gobierno republicano sólo se le puede ocurrir a un político moral, a un hombre que subordina por completo la política a la moral y para quien el logro de la paz eterna no sólo es técnica, sino una tarea auténticamente moral. Al mismo tiempo, no sólo el gobierno republicano no presupone la perfección en sus ciudadanos, sino que el establecimiento de la sociedad civil en general es posible entre demonios con sólo que sean inteligentes. De este modo, a veces parece que la moral y la política convergen, a veces que existen en planos totalmente distintos. Podemos anticipar nuestras conclusiones en la medida en que podamos decir que dificulta y hace interesante este problema con respecto al kantismo, y el kantismo, a su vez, con respecto a la filosofía política, es que de una sola fuente brotan no sólo los fundamentos rigurosos y sólidos sino también la disyunción de la moral y la política, mientras que la importancia política de este sistema se basa, ante todo, en su capacidad de aproximarlas una a la otra. Cierto es que la disyunción de los dos mundos es más convincente que la reconciliación; la pureza del alma y la esperanza de su progreso indefinido en otro mundo son más esenciales a la moral que el gobierno republicano y el avance indefinido en este mundo hacia la paz perpetua; y, a la inversa, el problema de la sociedad civil se refirió en efecto, más a las demandas de felicidad y de seguridad que a las de moral. Sin embargo, también es cierto que Kant tiene una importancia única no sólo para la filosofía sino para la conciencia política, precisamente por las consecuencias políticas de su enseñanza moral y por la dimensión moral de su enseñanza política. Da a ciertos temas morales una directa aplicación política, y a los temas políticos una sagrada dignidad moral. Todo el que considere seriamente la base del liberalismo y de la democracia descubrirá allí un sentimiento moral que está ausente en Hobbes y en Locke y hasta en Rousseau, pero que recibe un apoyo teórico de Kant.
La cuestión de la relación entre la moral y la política en Kant llega a su cúspide en su enseñanza del respeto a la dignidad del hombre. El problema esencial de la política kantiana es la naturaleza y la condición moral y filosófica de los derechos del hombre. Veremos ahora este tema.
LOS DERECHOS DEL HOMBRE
La empresa de Kant en favor de los derechos del hombre se expresa en una intención de establecer incondicionalmente un fundamento moral para la libertad política y la Igualdad, o para liberar a los hombres ilustrándolos acerca de sus derechos, revelando a todos ellos que la libertad de legislar es la única base legítima para la obediencia del súbdito.
Para una mejor comprensión, consideremos la relación de Kant con Rousseau y Hume, quienes, según Kant, aportaron el punto de partida para su filosofía motivándole decisivamente a lanzarse a semejante empresa. Kant ha descrito el poderoso efecto que sobre él ejerció Rousseau:
“Yo mismo soy investigador por inclinación. Siento en toda su plenitud la sed de conocimiento y el ávido deseo de progresar en él, así como satisfacción en cada avance. Hubo una época en que creí que sólo esto podía constituir el honor de la humanidad, y desprecié al vulgo que no conoce nada. Rousseau me llevó por el buen camino. Esa ilusoria distinción se desvanece; aprendí a respetar a los seres humanos y me consideraría a mí mismo más inútil que los más comunes obreros si no creyera que esta consideración podría dar un valor a todos los demás, al establecer los derechos del hombre”.
En cuanto a Hume, escribió Kant: "Me apresuro a confesar que las animadversiones de David Hume fueron las primeras en interrumpir mi dogmático sueño hace muchos años, dando a mis investigaciones en filosofía especulativa una dirección enteramente nueva".
Rousseau fue la inspiración afirmativa siguiendo la cual orientó Kant su propia concepción de la dignidad humana y de la tarea de la filosofía; y tal dignidad y tal tarea tienen un alcance político directo e imperativo. Kant adopta de Rousseau la supremacía de la moral sobre la filosofía, de la acción sobre la contemplación, de la razón práctica sobre la razón teórica; el pensamiento de que la supremacía de la moral entraña el valor igual de todos los hombres, y la idea de que la moral y el reconocimiento de los derechos del hombre coinciden sustantivamente. Pero esa supremacía de la acción sobre la contemplación implica la supremacía de la libertad sobre la naturaleza; la supremacía de la razón práctica implica la crítica de la razón teórica, es decir, a la vez de la ciencia y de la metafísica. El escepticismo de Hume ha hecho dudosas la ciencia y la metafísica, despertando así a Kant de su dogmático sueño: Kant tuvo que desenterrar los auténticos y racionales fundamentos de la ciencia mostrando así sus limitaciones y, también, así, justificando el rechazo de la metafísica (teórica) con un fundamento sólido.
Hume había sostenido que los conceptos fundamentales —necesidad y causalidad— son validados para nosotros por la experiencia y la conveniencia, no por la razón. Kant aceptó el juicio negativo de Hume sobre el "dogmatismo" del pensamiento prevaleciente, es decir, su criticismo de la incapacidad del filósofo para considerar lo tenue (posiblemente) de sus nociones más fundamentales; pero rechazó la parte positiva de la doctrina de Hume: su empirismo. Kant exigió que los principios que sostienen nuestro entendimiento, sobre todo la causación, estén mejor fundamentados que en la simple experiencia, para que su necesidad y su universalidad no se vuelvan ininteligibles, y se perdiera así la posibilidad de la ciencia, particularmente de la física matemática.
Kant plantea el problema por medio de la distinción entre los juicios analítico y sintético. Juicios analíticos son aquellos en que el sujeto mismo contiene o implica perfectamente el predicado, de modo que el predicado sólo explica algo ya dicho cuando el sujeto fue expresado y no produce ningún conocimiento nuevo. Por tanto, la validez de los juicios analíticos es independiente de la experiencia; tales juicios son a priori. Juicios sintéticos son aquellos en que el predicado sí añade algo a lo que puede tener en mente el pensador del juicio al expresar el sujeto mismo. Los juicios basados en la experiencia son por necesidad sintéticos; son juicios sintéticos a posteriori. Pero la experiencia como tal no es posible si no hay juicios sintéticos a priori: juicios de necesidad apodíctica y validez universal y, por tanto, incapaz de ser validados por la experiencia. Por ejemplo: toda experiencia presupone el principio de causalidad que, como lo había mostrado Hume, no es analítico y que, como no lo había visto Hume, no puede derivarse de la experiencia, ya que es una presuposición de toda experiencia posible. Pero la causalidad no es el único principio de esta índole. Hay todo un sistema de categorías y la forma de intuición pura (el espacio y el tiempo). La cooperación de las categorías y las formas de intuición pura aportan el marco que hace posible la ciencia de la naturaleza. Es decir, la ciencia de la naturaleza, del mundo fenomenal no es, por tanto, una contemplación de una realidad que existe fuera de nosotros mismos sino, más bien, el establecimiento de la ley de naturaleza por nosotros mismos, el hecho de que demos a las cosas lo único que podemos conocer acerca de ellas a priori. La ciencia de naturaleza es fundamentalmente el producto "espontáneo" del entendimiento, en contraste con la "receptividad" de los sentidos. Es la razón práctica la que nos permite participar en el mundo inteligible, y escapar al mismo tiempo de la pasividad de la simple contemplación y de la relatividad empírica del mundo fenomenal, ese mundo al que está limitada la razón teórica. El ascenso desde la determinación hacia la espontaneidad se logra por el descubrimiento de la libertad de la razón práctica. Esa libertad encuentra su culminación en la libertad del hombre moral, o en la moral propiamente dicha.
La supremacía de la razón práctica tiene dos consecuencias: nos da un alivio desde lo incognoscible del mundo como es en sí mismo dando a todos los hombres acceso —por igual— a la verdad más profunda, que es la verdad moral, y mediante el continuo desafío del mundo simplemente empírico por la razón práctica, conduce a la emancipación de las formulaciones morales v políticas del hombre, que así se liberan de la experiencia del pasado. “Con respecto a la naturaleza, es la experiencia sin duda la que nos da regla” y es la fuente de toda verdad; con respecto a las leyes morales, en cambio, la experiencia, ¡ay!, sólo es la fuente del engaño, y es totalmente reprensible derivar o limitar las leyes de lo que debemos hacer por nuestra experiencia de lo que se ha hecho”.
La nueva concepción de la razón pasa, a través de la supremacía de la práctica, hacia la distinción radical entre el "es" y el "debe ser" (distinción presente en Hume pero elaborada por vez primera por Kant), y de ahí al formalismo moral y al doctrinarismo político y legal. Los derechos del hombre deben ser conocidos a priori, válidos y exigibles universalmente. Por fuente y por contenido sólo pueden tener esa libertad radical que está relacionada con la esencia del ser racional como tal. Dado que esta libertad es independiente de la naturaleza del cosmos, del hombre y de la sociedad, no se la puede definir por el alcance de los fines ni se aplica en función de circunstancias determinadas o determinantes. La crítica de la razón teórica, que había comenzado Hume, allana el camino a una liberación radical del hombre, eliminando todo lo que pudiese imponer leyes a la libertad, fuera de la libertad misma. A la influencia de Rousseau debe Kant el origen y las consecuencias morales y políticas de esta liberación, auténtico punto de partida y auténtico destino de su empresa.
Hay un reflejo de esta influencia en la célebre frase con que comienza la primera sección de los Principios fundamentales de la metafísica de la moral, de Kant: "Nada puede ser concebido en el mundo, o aun fuera de él, que pueda ser llamado incondicionalmente bueno, salvo una buena voluntad." Las virtudes mismas no son simplemente buenas, pues una mala voluntad puede darles un uso corrompido. La moral no es para la felicidad o la perfección de la naturaleza del hombre; por lo contrario, es la moral la que da valor a esa felicidad y esa perfección. A la inversa, la moral de la buena voluntad no es validada en absoluto por el alcance del fin deseado por la voluntad, ni disminuida por no haber alcanzado este fin.
Podemos empezar a percibir ahora la característica dualidad de la enseñanza moral y política de Kant: su exigencia a la vez de obediencia y de emancipación, de someterse en libertad y glorificarla. Pues la moral o la buena voluntad consiste en actuar no sólo de acuerdo con la ley sino por respeto a la ley a la que rinde obediencia absoluta. Pero como la ley es una expresión de la autonomía del sujeto, no representa una autoridad externa sino su propia voluntad. La buena voluntad, tan buena en sí misma independientemente de todo efecto que pudiera tener, y al constituir en sí misma el bien supremo reemplaza en cierta medida a Dios o la naturaleza. Los hombres que se jactan de su inteligencia o de su felicidad son despreciables; es en el individuo humilde que se somete más a la ley en quien el hombre se eleva más como tal, por medio de la bondad de su voluntad, hasta una soberanía sin precedentes.
Esta revolucionaria doctrina de la prioridad y la sustancia de la moral tiene varias consecuencias políticas. La primera y más obvia apoya poderosamente la fe en la igualdad humana, desdeñando las varias fuentes naturales y sociales (empíricas) de desigualdad y sosteniendo que la distinción de un hombre sólo depende de su calidad como ser moral. Pero cada hombre puede tener una buena voluntad, única cosa necesaria y única cosa buena en sí misma. De ahí se sigue la igualdad de todos los hombres en el decisivo respeto, y en su valor absoluto para ser respetados por todos en cada uno. No sólo el rango hereditario sino cada humillación de un hombre por otro o ante otro es una ofensa contra la igualdad y la autonomía del hombre.
La transición de la supremacía de la moral, pasando por la dignidad del sujeto moral hasta la igualdad de todos los hombres, plantea un problema difícil e importante. ¿Corresponde la dignidad, o valor absoluto del sujeto moral como legislador, a todos los hombres o sólo a aquellos que cumplen su deber, al hombre como capaz de actuar moralmente, o al hombre que actúa moralmente? En el primer caso, ¿hasta dónde deben la perfecta dignidad y los derechos del hombre, simplemente capaz de cumplir su deber, ser convertidos en sus equivalentes políticos y sociales? La respuesta de Kant a la primera pregunta no deja de ser ambigua. En la mayoría de los pasajes de los breves Principios fundamentales de la metafísica de la moral, sostiene la estipulación más estrecha y rigurosa, en función de que el hombre en realidad actúe moralmente. Sin embargo, en la segunda parte de la obra intitulada Metafísica de la moral (la "Doctrina de la virtud"), donde se preocupa menos por la base del respeto que por las implicaciones de éste, definitivamente prevalece la concepción más vasta, y Kant subraya los derechos sobre otros que se siguen de la respetabilidad de cada ser humano como tal. Pero es aquí donde encontramos una explicación de las concepciones estrecha y vasta, al menos en lo tocante a los deberes de los hombres entre sí. Cada quien tiene derecho a ser respetado por cualquier otro hombre y, a su vez, debe respeto a todos ellos: "Humanidad misma es dignidad" en el sentido de que un hombre no puede ser tratado, ni siquiera por él mismo, como medio sino siempre y sólo como fin. "Su dignidad (personalidad) consiste precisamente en esto", y tiene la obligación de reconocer en la práctica esta dignidad en el respeto a todos los hombres. "No puedo negar a un hombre depravado todo el respeto que, al menos en su condición de hombre, no puede arrancársele; y esto es así aun cuando sus acciones lo hagan indigno de ello." Los reproches y las condenaciones provocados por el vicio, aunque sean merecidos e inseparables del silencioso desprecio al individuo en cuestión, nunca "deben conducir a un completo desprecio hacia el hombre depravado ni a negarle todo valor moral; pues entonces se le supondría incapaz hasta de mejorarse a sí mismo, lo que es irreconciliable con la idea del hombre que, como tal, como ser moral, nunca puede perder toda inclinación a lo que es bueno".
La dignidad que corresponde sólo al hombre moral le impone, justo a él, el deber de tratar a los hombres con cierto respeto; pues la dignidad del hombre moral en acción redunda en la especie, en todos los hombres potencialmente morales, poseedores de una inclinación al bien que, por muy perversos que puedan ser, los distingue de las bestias y los equipara al hombre moral. I .oh hombres no son iguales en dignidad, pero tenemos el deber de tratarlos a todos como si lo fueran. El derecho del individuo a ser tratado como igual o al menos a ver respetados ciertos aspectos de su dignidad no se basa en que sea igual o respetable sino en el deber de tratar a todos los hombres como iguales o respetables. Se basa menos en la supremacía que en el contenido de la moral. Si el respeto a los derechos del hombre se basa en la moral, es así porque la moral es definida como respeto a los derechos del hombre. El contenido de la moral aparece como una deducción (a priori) de la universalidad como forma de moral. La línea del formalismo moral se acerca a definir al horizonte político en un mundo conceptual dominado por las ideas de universalización, de la humanidad racional como fin en sí misma, del reino de los fines, y de la autonomía.
El valor moral de una acción procede de la bondad de la voluntad por la cual es animada esa acción, lo que a su vez significa la pureza de tal voluntad: la bondad de la voluntad, abstraída de todo fin empírico. La pureza de la voluntad implica una purificación de la voluntad de toda intención sustantiva, la animación de la voluntad sólo por su respeto a sí misma, su respeto al principio formal de la voluntad en general, en otras palabras, respeto a la ley como tal. El deber mismo significa la necesidad de efectuar una acción por respeto a la ley. Pero, ¿cómo encuentra el hombre moral la ley que debe gobernar cada acción de su vida? ¿Cómo reconoce su deber el hombre de buena voluntad? La norma de Kant para la buena voluntad resulta ser la universalización, así como la norma de Rousseau para la voluntad general era la generalización. La norma de Kant exige que el hombre que está a punto de actuar se pregunte si la máxima que gobierna su acción intentada (por ejemplo: "la grandeza de mi necesidad justifica que me aparte de la honradez") podría ser una ley universal de acción para todos los hombres, sin destruir el acto mismo. Por ejemplo: un hombre necesitado de un préstamo comprende que nunca podrá pagarlo. No obstante, ¿deberá prometer hacerlo? Si todos los hombres prometieran pagar aun sabiendo que serían incapaces de cumplir sus promesas, entonces las promesas se volverían umversalmente nugatorias. Su falaz promesa, si fuera universalizada, aboliría las promesas... y también aboliría el hecho mismo de prestar, que es el objeto mismo de la promesa. Una regla contradictoria o irracional no puede ser la ley para un ser racional. De ahí se sigue que un hombre no debe hacer una promesa que no espera cumplir. El que un hombre sólo actúe de acuerdo con la norma de la universalidad de su acción es llamado imperativo categórico por Kant: el imperativo que une categórica o universalmente, y no sólo de manera hipotética en consideración a ciertas circunstancias, necesidades o fines relacionados con la acción. "Actúa de modo que la máxima de tu acción pueda ser elevada por tu voluntad hasta ley universal de naturaleza." Sólo hay un imperativo categórico y tal es el imperativo de la universalidad. Pero Kant elabora esta universalidad dando tres fórmulas alternas al imperativo categórico, fórmulas que ayudan a revelar a la vez el sentido humano y el fundamento del deber.
La segunda fórmula busca el principio objetivo por el cual la voluntad debe determinarse a sí misma. Rechazando como simplemente hipotético el dictado de los fines subjetivos del ser racional que tienden a sus propósitos particulares, Kant exige que la voluntad se oriente hacia los fines-en-sí-mismos que son categóricamente válidos. Pero los únicos posibles fines-en-sí-mismos dotados con un valor objetivo son seres racionales como tales. El supremo principio práctico objetivo del cual pueden deducirse todas las leyes de la voluntad es, según la segunda formulación del imperativo categórico “actúa de modo que trates a la humanidad en tu propia persona así como en la de los demás, siempre como un fin y nunca como un simple medio”. En esta formulación del imperativo categórico la que aporta directamente la base moral de la doctrina política de los derechos del hombre. La violación del deber de respetar al hombre como fin-en-sí-mismo se manifiesta, ante todo, a los ataques a la libertad y la propiedad, donde la intención sólo puede ser tratar a nuestros congéneres, seres racionales, como simples medios o instrumentos y no como seres capaces de participar ellos en los fines de la acción de que se trate.
El requerimiento de que todos los hombres sean tratados como fines en sí mismos restringe la libertad de manera obvia, pero, dado que implica el sometimiento por ley, de todos los fines subjetivos esta formulación conduce a la idea de autonomía, de la voluntad que promulga su ley y queda sometida a ella sólo como su propia determinación. Este tercer principio, el de la autonomía, concibe la voluntad de cada ser racional que instituye una legislación universal, concepción que conduce, a su vez, al importante concepto del ‘reino de los fines’. ‘Reino’ es la vinculación sistemática de varios seres racionales por leyes comunes, y el reino de los fines es la conjunción de seres racionales unidos por leyes objetivas que tienden precisamente a unir esos seres a la vez como fines y también como útiles a los propósitos particulares de cada uno, es decir, como medios. No sólo las consecuencias sino hasta la formulación del principio kantiano de moral es de carácter político. El deber señala en dirección del orden o la comunidad.
De hecho, Kant subraya la diferencia entre la idea de una comunidad ética, que es interna y universal, y la de una sociedad política, que es externa y particular. No obstante, la comunidad ética tiene una estructura política. “Un ser racional pertenece al reino de los fines como miembro de él cuando, promulgándole leyes universales, él mismo queda sujeto a esas leyes. Pertenece a ella como gobernante, en que al promulgar leyes, no está sometido a una voluntad ajena […]. En el reino de los fines, no es al gobernante al que habla el deber, sino a todos y cada uno de sus miembros en el mismo grado”. El reino de los fines es una república basada en la reciprocidad. Sería imposible exagerar la importancia de la reciprocidad para la moral. El deber es nada menos que la necesidad práctica de actuar de acuerdo con el principio de reciprocidad, que da expresión no sólo a la igualdad de los seres humanos en dignidad, sino a su base en la racionalidad. La reciprocidad es, por excelencia, el principio de interacción entre seres racionales, agentes que adaptan sus relaciones entre sí con objetividad. p558
La esfera de las relaciones mutuas de los hombres la esfera dominada por la justicia, que en la interpretación clásica no era sólo una parte del dominio de la virtud, se vuelve para Kant sinónimo de la virtud a secas. Al comienzo de los Principios Fundamentales de la metafísica de la moral, Kant menosprecia tres de las cuatro virtudes cardinales clásicas, a saber, el valor, la moderación y la inteligencia, porque pueden ser nocivas si no van acompañadas por la buena voluntad. Podemos comprender ahora por qué no incluye en su depreciación a la cuarta, la justicia: la buena voluntad suele ser idéntica a la justicia. Nadie ha proclamado más categóricamente que Kant la subordinación de las pasiones a la razón y, con ello, la existencia en el hombre de una jerarquía vertical. Sin embargo, como en Rousseau antes de él, la limitación de los deseos humanos no es lograda ‘verticalmente’ por Kant, mediante una conformidad a una jerarquía natural en el hombre, sino ‘lateralmente’ por la limitación recíproca (mutua) y el respeto a las libertades y las personas. La idea del reino de los fines, al mostrar que la universalización es decisiva para relacionar la autonomía y la limitación recíproca de la libertad, ilustra lo mucho que la moral de Kant debe a la política de Rousseau. También muestra hasta dónde la moral de Kant, en su formalismo racional, va más allá de la política de Rousseau al radicalizar, en el nivel moral, la reciprocidad de derechos y de deberes y la supremacía de unos y otros (derechos y deberes) sobre la virtud.
Esta supremacía aparece categóricamente en la Metafísica de la moral, donde Kant distingue los deberes legales y los deberes que entraña la virtud dando prioridad a los deberes legales. Los deberes legales se aplican a los actos externos, que están sujetos a los frenos externos de la legislación; los deberes mandados por la virtud se aplican a las máximas que impulsan las acciones, a las intenciones internas que van dirigidas hacia algún fin, que debe ser una obligación pero que no puede ser constreñido desde afuera. Aunque los deberes de la legalidad sólo tratan de actos externos, tienen precedencia sobre los deberes de la virtud, aunque estos estén relacionados con la intención y la buena voluntad, porque los deberes mismos de la legalidad forman parte de la esencia de la moral, ya que definen la reciprocidad de derechos y deberes al exigir que cada quien respete los derechos del hombre en los demás y en sí mismo.
Los deberes legales especifican las órdenes de la justicia: en primer lugar, respetar el derecho de humanidad en uno mismo, negándose a permitir a otros que nos traten como simples medios y exigiendo ser tratados como fines; en segundo lugar, no dañar a nadie; en tercer lugar, por razón de lo anterior, entrar en una sociedad en que la propiedad de cada quien pueda ser garantizada contra los demás. La virtud dirige a los hombres hacia fines que deben tener el carácter de deberes: la perfección de uno mismo y la felicidad de los demás. los deberes legales son definidos y perfectos; los que son impuestos por la virtud son vastos e imperfectos en la medida en que sus dictámenes deben dejar cierto espacio al libre albedrío de los hombres los deberes legales toman precedencia sobre los morales: antes de atender a la felicidad de otros, hay que atender a sus derechos.  El amor a la humanidad es condicional; en cambio, el respeto a sus derechos es un deber sagrado y absoluto. p 559
La práctica puede recibir prioridad sin comprometer la moral porque las prescripciones externas o la legalidad y la moral interior convergen en el respeto a los derechos del hombre.
El intento de Kant de deducir de la moral la política presenta grandes dificultades. Bien que sea cierto que Kant deriva de la moral el carácter sacrosanto de la ley y el deber incondicionado de respetarla, también es verdad que separa radicalmente la ley de la moral: su doctrina jurídica incluye dentro del derecho a la libertad (único derecho innato y fuente de todos los demás derechos) el derecho de mentir, mientras que su doctrina moral no tolera la mentira en ninguna circunstancia. Kant ha desarrollado un deber moral absoluto de respetar un derecho moralmente innocuo, aun si es un derecho a la inmoralidad.
Más allá de esta tensión entre la obligatoriedad y la innocuidad moral de los derechos del hombre se encuentra la tensión más general y más radical entre el deber de obedecer a leyes exteriores y el contenido de esas leyes, que es contingente y con frecuencia inmoral. No sólo la conformidad de las leyes a los derechos del hombre o a la voluntad general no es garantía de su moral, sino que dicha conformidad ni siquiera constituye la condición necesaria para el deber moral del sujeto, de obedecer a la autoridad. Corresponde al soberano actuar de conformidad con la voluntad general; el súbdito debe obedecer la ley tal como está. Pero entonces el problema de aplicar la moral a la política se vuelve aún más grave y provoca una nueva tensión.
Las leyes o directivas políticas, en grado considerable, se oponen a los derechos del hombre y, a la vez, a las demandas de la moral. Estas leyes no sólo autorizan sino que positivamente prescriben actos que contravienen la moral. Por consiguiente, la moral nos ordena desear que la legislación sea reemplazada por un orden político que se conforme a los derechos del hombre y que sea compatible con la propia moral; al mismo tiempo, la moral exige obediencia a esas leyes inmorales. La moral prohíbe combatir la inmoralidad con el engaño o con la fuerza; prohíbe emplear medios inmorales tendientes a un fin moral. Entre el fin deseado y los medios permisibles se abre una brecha que, al parecer, hace imposible resolver la primera tensión, a saber, la que existe entre la obligatoriedad y el contenido de la ley externa. En el Apéndice de La paz perpetua, Kant se enfrenta temáticamente al problema planteado por la aplicación de la moral a la política. Empieza con el conflicto entre política y moral, que queda expresado en las dos máximas, la de la política, "Sed sabios como serpientes", y la de la moral, "e inocentes como palomas"; pero lo hace para negar que este conflicto cause alguna auténtica dificultad. En principio, la política es tan sólo la aplicación de esa doctrina legal cuya teoría es la moral. Todo conflicto entre la política y la moral debería ser resuelto por la simple subordinación de la primera a la segunda "La honradez es la mejor política" contiene una "teoría" con frecuencia traicionada por la práctica, pero la realmente teórica "La honradez es mejor que ninguna política" es absolutamente inatacable por ninguna práctica Kant contrasta el moralista político" que trata de reducir la moral para adaptarla a la política, con el "político moral" que deriva su acción política de su reconocimiento del deber. Kant rechaza las máximas maquiavélicas de prudencia política que invocan una sabiduría o experiencia práctica entre los hombres —"Actúa, luego discúlpate"; "Niega tus actos, a voluntad", "Divide y vencerás"— en favor de la máxima moral basada en el conocimiento del hombre: "Que prevalezca la justicia aunque por ello perezca el mundo". Cuando la política y la moral entran en conflicto, la moral lo resuelve de una manera característica de su propia esencia: devalúa el principio material o el resultado de la acción y se concentra en su principio formal.
El tema de la segunda parte del Apéndice de La paz perpetua es la armonía entre la política y la moral sobre la base del significado supra-empírico de ley pública o derecho público. Kant sostiene que el derecho público requiere en principio publicidad. La máxima de una acción requeriría el secreto tan sólo si la publicación de la máxima expusiera su injusticia y por ello amenazara y provocara a la humanidad. La injusticia necesita el secreto; el secreto corresponde a la injusticia. Como norma de la moral de las máximas y por ello de las acciones, la publicabilidad se asemeja a la universabilidad en su formalismo y su carácter alambicado. En una ilustración de la publicidad en acción, Kant muestra cómo impide ese reniego de las promesas de un soberano, reniego sancionado por Maquiavelo, Spinoza y después Hegel; el repudio supuestamente sirve al deber supremo del soberano para con su propio Estado. La razón práctica establece a priori precisamente lo que ha llegado a llamarse diplomacia pública, la diplomada de "tratos abiertos, a los que se llegó abiertamente".
Después de discutir de la norma (publicabilidad) de una máxima que corresponde a la moral de un acto político derivado de tal máxima, Kant se dedica a buscar la condición positiva en que las máximas prácticas convendrán con el derecho. Reconoce que es necesario este nuevo esfuerzo porque comprende que las máximas de un actor serían publicables no sólo si fueran justas sino si el actor fuese tan irresistiblemente poderoso que pudiese publicar proyectos inicuos, con todo desprecio a las respuestas del mundo. Como podríamos decirlo, la publicabilidad de la máxima es necesaria pero no suficiente para la moral de una acción. De este modo, propone Kant la condición general para la coincidencia de la moral y la política, y también la condición para la existencia del derecho público y una ley de las naciones: un imperio de la ley entre los hombres; el acuerdo entre las naciones de abandonar el estado de naturaleza para abjurar de la guerra. No la experiencia sino la razón pura muestra la necesidad de una federación de los Estados (pues la idea procede de la propia noción de ley) si se quiere lograr la conjunción de la moral y la política, y que la prudencia política tenga una base legal.
Las claves que ofrece Kant con respecto a la aplicación directa de la moral a la política nos llevan de vuelta a la dificultad ya conocida: la moral formal y universal exige (sin mostrar que es una buena base) un cierto orden político; y mucho más rigurosamente prohíbe el empleo de los medios considerados necesarios por Kant para la realización de ese orden. Lo abstracto y rígido de la moral crea una laguna entre ella misma y sus aplicaciones políticas tanto en el ámbito de los fines como en el de los medios, en el ámbito del orden legal (que para Kant es el de la libertad externa, no el de las intenciones morales) y en la esfera de la acción política que, aun para Kant, es, sin poder evitarlo, el ámbito de las situaciones contingentes, particulares e impredecibles.
FILOSOFÍA DE LA HISTORIA
Superar la disyunción de la moral y la política es, precisamente, la tarea de la filosofía de la historia, cuyo deber es señalar la dirección del progreso y dar esperanzas de alcanzar el orden legal que permitiría la unión decisiva. Por consiguiente, la filosofía de la historia debe reconciliar la prohibición y la indispensabilidad de los medios inmorales; debe reemplazar la anarquía y la injusticia que proyecta el escenario humano y la impredecibilidad que acompaña al libre albedrío con la concepción de un avanzado progreso, con la convicción propositiva asociada a la moral, y la necesidad correspondiente al determinismo físico. Aquí reaparece la deuda de Kant para con Rousseau, y es reconocida cuando Kant llama a Rousseau el Newton del mundo moral. Así como Newton descubrió la sencillez y el orden de un mundo material aparentemente viciado por el azar, Rousseau por primera vez vio más allá de la multiplicidad de las apariencias humanas hacia las profundidades de la naturaleza humana y percibió la ley oculta que justifica la Providencia misma. Antes de Rousseau, la Providencia había parecido autorizar una escena humana en que la política se olvidaba de la moral no sólo en el presente, sino sin esperanzas de un remedio progresivo a través de la historia.
Pero Rousseau es el Newton del mundo moral y su doctrina es una justificación de la Providencia, en parte por una razón que no mira el futuro sino el pasado: la tensión entre la moral salvaje y la ley moral universal queda resuelta en el Segundo discurso. Como Kant lo indica, él mismo toma su punto de partida no del hombre sino de ese hombre civilizado al que Rousseau llega sólo después de haber recuperado y comenzado con el hombre natural.
Si los salvajes ignoraron la ley moral fue porque la razón aún no había despertado lo suficiente en ellos. La promulgación de la ley moral para toda la humanidad habría sido entonces sólo milagrosa; pero el mérito de Rousseau consiste en haber mostrado en el ámbito de la historia, como Newton lo había hecho en el reino de la física, que la sabiduría y la gloria de Dios se manifiestan mejor en la necesidad y regularidad de las leyes naturales que en la milagrosa interrupción de su curso.
La función esencial de la filosofía de la historia es, sin embargo, interpretar el pasado, dar esperanzas para el futuro y de esta manera apoyar la acción moral, ion un nuevo aliento del que no puede prescindir. Kant consideró que la moral perdería su significado a menos que la humanidad progresara moralmente, o a menos que el progreso de la especie así como de los individuos no fuese, al menos, considerado imposible. La fe en un progreso moral transmisible de generación en generación y la fe en el avance intelectual y político deben ayudarse y ayudar a generarse entre sí. La moral del individuo, aunque en última instancia depende de la buena voluntad, es decir, del hombre mismo, debe ser preparada progresivamente y recompensada por unas condiciones externas que no seduzcan ni castiguen la virtud. Es tarea de la historia preparar el surgimiento de la razón y la civilización, que son necesarias aunque no suficientes para obedecer la ley moral universal, y preparar el estado legal exigido por la moral aboliendo la violencia, esa continua invitación a la inmoralidad. Kant no presenta el progreso histórico del intelecto, la cultura y la política como un hecho sino, más bien, como el postulado práctico indispensable para el sujeto moral. El progreso histórico no proviene de la acción moral sino que se debe a la operación del mecanismo de la naturaleza o de la Providencia, y no a ninguna conciencia humana; la Providencia emplea esas mismas inclinaciones, vicios, violencia y guerra, cuyo dominio o abolición son el encargo de su misión.
Entre la filosofía de la historia y la moral hay al mismo tiempo concordia y tensión, cada una de ellas esencial, reproduciendo el problema que acompaña al pensamiento de Rousseau al descubrir la tensión que hay entre el progreso intelectual y el progreso moral. La filosofía de la historia tal vez aporte un nexo entre moral y política; pero su propia ambigüedad la hace incapaz de superar por completo esta disyunción.
La filosofía de la historia de Kant, más que la de ninguno de sus sucesores, se enfrenta a los requerimientos de la moral. Su principal valor es práctico, de guía para la acción. La tarea de la razón teórica es enseñar que no es posible demostrar la imposibilidad del progreso, ciertamente no apelando a la experiencia; y, de paso, que la experiencia misma da indicaciones —si no decisivas, al menos alentadoras— en favor del progreso. Kant no afirma que los hombres deban creer que los fines del progreso son alcanzables; su deber es actuar congruentemente con el deseo de esos fines, mientras su inalcansabilidad no sea segura. Una vez que la razón moral haya vetado de manera absoluta la guerra, por ejemplo, la pregunta sobre si la paz perpetua es alcanzable o no será reemplazada por nuestro deber de actuar como si fuera alcanzable, por tanto, de establecer las instituciones internas e internacionales del republicanismo que aquélla exige. En lugar de ser engañados por la moral, precisamente la fe en que la ley moral puede engañar al hombre despertará en nosotros el fatal deseo de abdicar de la razón y someternos, como los brutos, al mecanismo de la naturaleza. La razón moral nos libera del dogmatismo de la razón teórica o científica.
Entonces, ¿por qué la ley moral, para la conservación de su valor, ha de depender de la posibilidad de un avance hacia algún orden político, cuando el deber moral de cada hombre ya ha sido unido a un imperativo absolutamente categórico, cuyo dictado puede obedecer porque debe hacerlo? En suma, por la necesidad de mostrar (por medio de la filosofía de la historia) que hay concordia o que no hay una discordia esencial entre la virtud y la felicidad, la moral y la naturaleza, la moral y la política, o el deber y el interés.
Cierto es que Kant introduce así en su filosofía de la historia y la política consideraciones como la felicidad, que no son estrictamente morales. Podría objetarse que la moral kantiana apartada de la felicidad queda comprometida por la preocupación de Kant por reconciliar la moral y la felicidad. Sin embargo, debe reconocerse que el intento de reconciliar la felicidad y la virtud que nos hace dignos de ella es, para el kantismo, menos decisivo en el plano de la historia humana que en el plano de la fe en otro mundo. Sin embargo, el intento de reconciliación se limita a dar a la historia una tendencia y una política con un fin —el establecimiento de un orden legal o pacífico— sin pretender efectuar la educación moral de la humanidad, limitado proyecto de quitar obstáculos a la moral sólo en la medida en que también son obstáculos para la sociedad civil. En realidad, aun con respecto al derecho, cuando la reconciliación tiene la ventaja de ser una especie de destino del hombre en el mundo natural, se desvía en dos sentidos de la ventaja de la moral en el sentido estricto, que es la ventaja del individuo en el mundo nouménico.
En primer lugar, el problema moral se presenta a cada momento a cada individuo: a cada momento éste debe ser virtuoso, por tanto, puede serlo, y así los postulados de la razón práctica llegan a pesar decisivamente. Pero entonces, en contraste con la inmoralidad del alma individual, el progreso histórico de la especie propone una respuesta al problema de la virtud y la felicidad solamente en cuanto al futuro de la especie; el individuo no sólo puede prescindir de la noción de progreso histórico con propósitos de conducta moral en el momento presente, sino que la esperanza externa que ofrece ni siquiera le afecta en sentido directo. Kant, primer gran filósofo en cuya obra la filosofía política se transforma en filosofía de la historia, formula clara y categóricamente una objeción a toda filosofía de la historia, incluyendo la suya propia. Con toda claridad percibió que el progreso histórico es la obra de generaciones de hombres, que más o menos inconscientemente construyen un edificio cuya perfección trae una felicidad en la que, desde luego, no pueden participar. Pero Kant considera esto como la condición inevitable de los seres racionales que son mortales individualmente, y sólo inmortales como especie.
Aparece ahora el segundo aspecto en que la filosofía de la historia es inferior al postulado de la inmortalidad del alma como garantía de la moral. Pero considerando que la perfección de la moral sólo ha sido alcanzada indirectamente por la realización de los fines naturales del hombre en la sociedad, la filosofía de la historia se basa por completo en lo empírico y lo fenoménico la brevedad de la vida del hombre, la inmortalidad de la especie, el hecho mismo de que haya progreso y la vulnerabilidad de todo ante catástrofes naturales que pudrían poner fin a la historia misma. Esas condiciones, aun si satisfacen en sus peculiaridades de la vida humana, no deducibles a priori de características de un ser racional que aplica y que obedece la ley moral.»
Además, como son empíricas, pueden exigir confirmación empírica. Aun sí, teóricamente, el progreso histórico exige en apoyo de su aplicabilidad práctica nada más mostrar que no es posible probar su imposibilidad, Kant no puede dejar de buscar pruebas positivas en su favor: la apuesta del Hombre a la convergencia de la historia y de la moral no puede quedarse como simple juego. La acción moral presupone e implica esperanza, o una fe práctica, la cual debe producir un nuevo modo de considerar la naturaleza, la experiencia y la historia. La experiencia humana debe ser susceptible de una interpretación que es más compatible con el ideal de la paz eterna que la de los meros políticos.
Ocurre así que Kant vuelve a esa experiencia de la que desdeñosamente se había apartado, buscando en ella las señales del avance hacia la paz, la legalidad y la moral. Toda experiencia que indique la aptitud del hombre para ser autor de su propio progreso queda representado por Kant como sujeta a proyección al pasado y al futuro, como significativa de la tendencia humana a avanzar. Dependiendo así de los acontecimientos y de cierta interpretación de los signos, la filosofía de la historia no puede exigir la necesidad o el rigor, ya sea de los postulados que se refieren al otro mundo, o de las leyes científicas que gobiernan el mundo del determinismo natural. ¿En qué plano y en qué dimensión de la vida humana se mostrarán las señales y los medios del progreso? No en el nivel de los actos particulares de los hombres, de sus intereses y sus motivos; no puede contarse con su sabiduría para unir a los hombres con la visión de un designio común racional.
Precisamente por esta razón, el filósofo debe partir de la falta de plan de los asuntos humanos para buscar el plan de la naturaleza, que es la base de la historia propiamente dicha.13 En estas circunstancias sólo hay dos modos en que se puede concebir el avance hacia el régimen republicano legal y la paz perpetua: o bien el hombre elegirá con entera libertad el camino, pero lo seguirá no por virtud de su naturaleza empírica (el interés o la felicidad) sino antes bien por deber, moral y apego a la ley, o bien será arrastrado, a lo largo de ese camino, inconscientemente, bajo la coacción de un poder superior.
Para que estas posibilidades se vuelvan claves del futuro, la experiencia tendría que contener prueba, o bien de una disposición natural entre los hombres a superar sus inclinaciones y a ingresar en un estado legal universal, o de la acción de una potencia superior que, sin que los hombres lo sepan, desvía sus acciones de sus fines particulares hacia el servicio de un objetivo común coincidente con la paz perpetua.
Éstos son precisamente los dos aspectos o facetas de la filosofía kantiana de la historia. La primera posibilidad refleja en realidad la acción de algo que sobrepasa la historia, pero la segunda constituye la filosofía de la historia propiamente dicha: sólo existe la historia en la medida en que hay algo más allá de la libertad y en la medida en que las acciones humanas toman una dirección involuntaria. Paradójicamente, la moral puede avanzar y afirmarse en la naturaleza sólo en la medida en que los hombres no alcanzan lo que desean, o en que sus planes los traicionan: en el lenguaje de Adam Smith, en la medida en que son conducidos como por una mano invisible a promover fines que no son parte de sus intenciones. De este modo, el "fin de la naturaleza" (que Kant formula explícitamente, como versión más prudente de la Providencia) servirá como guía a la historia. La razón práctica y la naturaleza colaboran entre sí y se fortifican una a otra porque la "naturaleza desea irresistiblemente que por último prevalezca la ley. Lo que los hombres descuidan con ese fin llegará a pesar de todos modos, aunque no sin esfuerzo".
De este modo, la filosofía de la historia puede hacer a la gente práctica la acusación de irrealismo que esta gente dirige contra el "idealismo" de los moralistas y los utópicos: lo que parecía una contradicción entre los deseos piadosos y las necesidades demostradas por la experiencia aparece ahora como un debate entre probabilidades empíricas auténticas pero limitadas y una necesidad que es, al mismo tiempo, superior a la experiencia y ya parcialmente cumplida en ella.
Kant va aún más lejos: son precisamente las propensiones egoístas de la naturaleza humana las que la naturaleza explota para alcanzar aquellos fines propuestos por la venerada pero impotente voluntad general de la humanidad. El egoísmo promueve la guerra y el afán de adquisición, pero simultáneamente inspira esas contramedidas egoístas contra la agresión y la avidez que conducen a un progreso próspero y pacificado. Mediante el curso de la historia y en sus varias culminaciones, el orden surge del conflicto, la paz de la guerra y el beneficio público del vicio privado. El orden político que la moral exige y que, a su vez, debe allanar el camino a la moral o facilitar su tarea, no sólo es moralmente innocua sino que se alcanza por medios inmorales, o por lo menos sería imposible sin las pasiones y los vicios?
Si se interpreta teleológicamente la naturaleza, es decir, moralmente, el fin y, por tanto, el significado dado por la naturaleza a la historia consiste en la elaboración de todas las disposiciones de la especie humana. Estas disposiciones culminan en la cultura, es decir, en la general aptitud del hombre, como ser inteligente, a dar uso a la naturaleza como medio y a elegir con toda libertad, para sí mismo, los fines que desee. Kant conviene con Rousseau en que el hombre se caracteriza radicalmente por su libertad o, mejor aún, por su perfectibilidad. Es capaz de ser racional antes de actuar de manera racional; su cultura y su inteligencia se desarrollan con lentitud cuando su desarrollo lo arranca del estado animal. Y Kant, como Rousseau, sostiene que tal progreso en la cultura y la inteligencia no constituye en sí mismo un progreso hacia la felicidad o hacia la moral. Cuando la razón y el instinto se separan, la razón rompe también con la inocencia y se abre una brecha entre la razón y la adaptación del hombre a su existencia animal. El desarrollo de la razón sugiere refinamientos de deseo que no siempre son sanos, dando al hombre también un sentido del mal y del vicio mientras impone prohibiciones y por tanto infracciones en su vida. Kant se remite a Rousseau y a la enseñanza /a bíblica del pecado original, al mostrar el vicio y la desdicha que acompañan a la civilización. Se vuelven más complejas por la desigualdad que aumenta entre los hombres al desarrollarse habilidades entre ellos, al surgir la abundancia material y con ella la opresión de las órdenes inferiores y el malestar de las superiores.
Comprendemos ahora cómo Rousseau pudo persuadir a Kant, no sólo de la necesidad de considerar al hombre en la perspectiva histórica de la transición de naturaleza a civilización, sino también de vacilar antes de ver en esta perspectiva alguna garantía o siquiera un fundamento de moral. La observación de Kant, siguiendo a Rousseau, acerca de una tensión entre el progreso moral y el progreso de la civilización, de las ciencias, de las artes y aun de las instituciones políticas puede ser la explicación más seria del papel colateral y ambiguo de la filosofía de la historia en el pensamiento de Kant. La idea de que la especie humana al desarrollar sus potencialidades puede apartarse cada vez más de la virtud y de la felicidad, o, en todo caso, que debe organizarse con esa separación, provoca la duda de si la humanidad se consumará en este mundo, y la certidumbre de que los medios de consumación están viciados por una impureza que devalúa la realización de la humanidad en esta vida en comparación con el destino moral del individuo en el más allá.
La conclusión de Kant es más optimista que la de Rousseau. En Rousseau hay, probablemente, una tensión irreductible entre el destino del individuo y el de la sociedad. En Kant —de hecho, en su interpretación de Rousseau— esta tensión debe desembocar, por medio de la propia evolución histórica, en una reconciliación dentro de cierto tipo de sociedad que corresponde al designio de la naturaleza y al destino del hombre. Kant interpreta las contradicciones que Rousseau señala entre la civilización y el estado de naturaleza como contradicciones entre aquellas propensiones del hombre que están vinculadas con su destino moral y las que están vinculadas con su conservación. El lujo, la desigualdad y la violencia no pueden separarse del progreso moral. Al apartar de la naturaleza al hombre, deben conducirlo a la sociedad del "contrato social", a aquel punto en que "el arte al alcanzar su perfección vuelve a convertirse en naturaleza". Si Kant fustiga los males de la civilización, como lo hiciera Rousseau, subraya mucho más que Rousseau su papel histórico positivo e indispensable y la manera en que a la postre deben superarse o trascenderse. La "miseria dorada" de la cultura que despierta y fomenta apetitos y vicios debe conducir a la "cultura de la disciplina" en que la libertad quede liberada del despotismo del apetito vicioso, y en que se allanan los caminos de la moral por medio de la legalidad.
De manera similar, la desigualdad hace surgir una sociedad igualitaria, y la guerra conduce a la paz. Desde luego, Kant no exculpa los medios turbios; de hecho, proscribe el uso de tales medios mucho más terminantemente que ningún otro filósofo. Sin embargo, está dispuesto a ver en ellos, en retrospectiva, un beneficio, y así muestra que la historia está superando la antinomia de fines y medios. Es la naturaleza la que de algún modo asume la responsabilidad por la violencia y la inmoralidad de la política, empleando la máxima "El fin justifica los medios", tan estrictamente prohibida a los individuos por la razón práctica. De este modo, cuando Kant aborda temas como la Revolución francesa, la rebelión contra los tiranos o las guerras de liberación, llega a un perturbador juicio doble: la retrospectiva justificación por la historia y la condena incondicional por la moral. Si la visión histórica sigue coordinada a la moral, como para Kant, o la domina, como lo hará en Hegel, existe entre ellas una promesa de reconciliación, mientras que en Rousseau sólo hay la insinuación de la antinomia.
La reconciliación de que trata se vuelve, sin embargo, más problemática precisamente por el hecho de que la sociedad que la hace posible es, a su vez, el producto permanente de los mismos apetitos y vicios que se encuentran en la fuente de la conducta objetable de los hombres. Tal vez la desigualdad y la guerra acabarán por aniquilarse, pero de ninguna manera puede decirse lo mismo del egoísmo y de la hostilidad de la que proceden, pues tales son parte de la naturaleza eterna del hombre, de esa naturaleza que es función de la historia desarrollar y del Estado civil explotar en interés de los derechos, la moral y la felicidad. El fenómeno fundamental del que surgen a la vez el problema político y su solución es lo que fue identificado por Hobbes como la asociabilidad natural del hombre, la latente o manifiesta guerra de todos contra todos. La asombrosa fórmula de Kant para describir esta animosidad es la "asocial sociabilidad de los hombres, es decir, su inclinación a ingresar en la sociedad, inclinación que sin embargo va unida a una marcada repulsión que continuamente amenaza con descomponer la propia sociedad".
El elemento decisivo de la fórmula es la asociabilidad; la concordia es simplemente el deseo de los hombres; la discordia es la prescripción de la naturaleza, impuesta para someter a tensión y, así, desarrollar al ser humano. A pesar de todo, aunque pueda ser cierto que la discordia es el recurso de la naturaleza para procurar una ulterior concordia, esta concordia misma sólo resulta ser una discordia bien regulada, al menos en el nivel legal y el político. La sociedad civil es al estado de naturaleza como el orden es al desorden y la paz es a la guerra, y sin embargo la libertad natural y el antagonismo deben sobrevivir y sobreviven en el Estado civil. El régimen más conforme a la esencia de la sociedad civil es el que mejor conserva esa libertad, en tanto que fomenta este antagonismo y mediante el juego de las instituciones logra la compatibilidad de la libertad de cada hombre con la de todos los demás, y elimina del antagonismo toda violencia.
Si la vida civil depende de la egoísta moderación del egoísmo, vuelve nuestra anterior pregunta, con nueva urgencia: ¿cuál es la relación entre el orden social y la moral a cuyas demandas supuestamente debe responder y para cuya práctica supuestamente debe prepararse? ¿Cómo difiere del egoísmo "realista" cínico, o de las concepciones utilitarias de la tradición maquiavélica? Con la mediación de la filosofía de la historia, la filosofía política de Kant parece compuesta, más que nunca, por una moral abstracta que no es de este mundo y por una política amoral que es demasiado mundana.
EL ESTADO LEGAL
Tomada simplemente y en sí misma, la filosofía política kantiana, siendo en esencia una doctrina legal, rechaza por definición la oposición entre educación moral y el juego de las pasiones como fundamentos alternos de la vida social. El Estado queda definido como la unión de los hombres bajo la ley. El Estado, correctamente llamado así, está constituido por leyes que son a priori necesarias porque fluyen del concepto mismo de ley. Un régimen no puede ser juzgado por otras normas, ni puede asignársele ninguna otra función que las que son propias del orden legal en cuanto orden. Es parte de la esencia de la ley presentarse a priori procediendo de la razón práctica y también pesar sólo sobre los actos externos como aquellos que pueden legislarse y ser puestos bajo esos frenos externos sin ninguna consideración a los propósitos del hombre o la motivación interior. De este modo, la ley ofrece un punto de vista que, en su abstracción y su universalidad, esencialmente es neutral con respecto a la moral y a la felicidad aunque pueda avenirse con cualquiera de las dos.
En realidad, Kant difiere de sus predecesores al presentar la moral como condenatoria del estado de naturaleza, ordenando a los hombres ingresar en un estado legal en que quedan bajo coacción externa, único en que pueden respetarse los derechos del hombre. Y a la moral deben esos derechos su santidad. Pero el único derecho innato, en tomo del cual giran todos los demás, es el de garantizar la libertad de cada quien para realizar cualquier acto externo que le plazca, mientras no coarte la misma libertad de los demás. Esta libertad externa queda definida sin consideración a ninguna limitación moral interna, e implica el rechazo de toda limitación moral externa, de todo intento de educación moral por el Estado. A la inversa, por muy responsable que pudiera ser la sociedad civil de la conservación de sus miembros, no debe adoptar como su fin el ser de ellos, su bienestar o su felicidad, sino que sólo debe tender debidamente a la conservación del propio orden legal. El carácter universal y a priori de la ley y el carácter legal de la sociedad política requieren de esta última que se confine a las condiciones universales y por tanto mínimas para la coexistencia de hombres, libres sin consideración a la naturaleza empírica de esos hombres o a los usos que pudieran dar a su libertad. Además, existe otra base, más directamente política, para la disyunción entre los fines de la sociedad política y los fines de sus miembros: mientras los individuos persiguen sus diversos fines con un derecho idéntico a la libertad externa, el régimen que tendiera, así fuese con benevolencia, a prescribirles el camino a su felicidad, sería un despotismo paternal, adverso a sus derechos. Por razones similares el Estado no debe ni puede faltar de obligar a sus ciudadanos a actuar moralmente, pues aunque las acciones pueden ser reguladas, las intenciones indispensables para la moral de esas acciones no pueden ser inducidas desde fuera: yo tal vez pueda ser obligado a emplear ciertos medios para alcanzar cierto fin, pero yo solo puedo dictarme a mí mismo el fin.
Parece así que este estado legal que puede apartarse de la felicidad y del deber moral para basarse exclusivamente en una libertad externa será el estado por su naturaleza opuesto al despotismo, a saber, el Estado republicano. Una vez que existe, este Estado demuestra ser el más conducente a la felicidad de los hombres y, a la vez, a su moral: a su felicidad porque la sensación de no deber su destino a nadie es indispensable para la felicidad de los hombres, y a su moral porque la conformidad de los actos de los hombres a la ley prepara la conformidad de sus intenciones a la ley moral. Queda por ver si el sistema kantiano puede apartar al Estado, en interés de la libertad externa, de todo cuidado por la moral y la felicidad de los hombres, y al mismo tiempo cumplir con su promesa de que el Estado se deriva de una preocupación por ambas que impele a los hombres hacia ambas. La teoría de Kant se basa en la supremacía absoluta del derecho innato de cada quien en la libertad exterior (libertad de la coacción de otra voluntad).
Al mismo tiempo, la razón práctica afirma como su único postulado legal la posibilidad de considerar todo objeto externo como suyo propio. El derecho innato y la posibilidad planteada requiere para su protección que sea restringida la libertad externa de los hombres. Son indispensables unos frenos legales a la libertad externa para la conversión de simples posesiones en una propiedad definitiva, por ser legal. El derecho exige que haya un freno, a la vez de los que infringen la ley y de quienes deben ser obligados a ingresar en la vida civil. La constitución de la sociedad civil se concibe basada en un contrato original por el cual los individuos se unen para establecer una voluntad colectiva en cuyo representante delegan sus poderes separados de mutua coacción. Como en Hobbes, sólo el jefe de Estado puede obligar a otros sin estar él mismo bajo obligación. Pero como en Rousseau, cada uno, al unírsele todos los demás, sólo se obedece a sí mismo. La voluntad general, fuente y producto del contrato original, es única soberana y legisladora, pero en el entendimiento de que el cuerpo ciudadano es ese soberano. Así puede Kant afirmar, en La paz perpetua, que la libertad externa no es la libertad de un hombre para hacer lo que le plazca, aun dentro de los límites de la similar libertad de los demás, sino que antes bien consiste en que es libre de obedecer a toda ley externa que él no hubiese consentido. De ahí se sigue que el gobierno representativo, en que la legislación está dominada por la voluntad general, es el único gobierno legítimo.
Kant distingue tres poderes políticos que son, de hecho, la voluntad general manifestada en tres "personas": el poder supremo o "soberanía" en la persona del legislador; el poder ejecutivo en la persona del gobernador, y el poder judicial (que asegura a cada quien lo suyo) en la persona del juez. La prueba de la conformidad de un gobierno con el contrato original y de su representatividad y por tanto legitimidad, es la separación de poderes dentro de él. Al distinguir los regímenes, Kant reemplaza la norma tradicional de uno, pocos o muchos gobernantes en favor de considerar la manera (arraigada en la acción de la voluntad general que efectuó la primitiva transformación de la chusma en un pueblo) en que el Estado aplica su poder absoluto. Kant surge con la distinción entre Estados republicanos y Estados despóticos.
El despotismo es exactamente la unión del legislativo y el ejecutivo en un solo poder que ejecuta leyes de su propia creación, condición ejemplificada en la democracia absoluta. Por otra parte, cuanto menor sea el número de gobernantes y mayor la representación del pueblo, más perfectamente podrá el régimen aproximarse al republicanismo, en que, de hecho, el gobierno representa al pueblo mientras el pueblo mismo es el legislador soberano.
Kant modifica esta doctrina de la soberanía popular, con sus obvias implicaciones revolucionarias, en formas que al parecer contradicen sus distinciones entre a priori y empírico, y entre ley y moral. Para empezar, declara que el contrato original, esa condición indispensable de la sociedad civil, la ley y el republicanismo, no deben ser considerados como un hecho histórico y que, en realidad, es imposible salvo como idea útil para mover a los legisladores a respetar una voluntad general seriamente postulada. Pero si el "contrato original" no es más que una norma para juzgar regímenes, también es la voluntad general que se supone surgió de él. De este modo, una expresión real de la voluntad general por votación popular puede ser reemplazada legítimamente por una legislación monárquica, mientras esa legislación pudiera haber recibido la aprobación de la voluntad general. De este modo, aunque el republicanismo está transformándose en justicia como norma de legitimidad, cualquier gobierno puede ser considerado legítimo, al menos de manera provisional; aunque debe entenderse que ningún principio sustantivo de justicia es aplicable, sino sólo el principio formal de la universalizabilidad: es adoptada justamente una medida por todo un pueblo, o congruentemente con la voluntad general por un gobernante, si no hay en ella nada contradictorio. Esto confirma la definición de derecho, aparte de todas consideraciones morales y empíricas. Pero con toda claridad corresponde al gobernante, no al pueblo, juzgar si la definición está siendo respetada, y el pueblo debe obedecer en todas las circunstancias. El hecho de que el pueblo esté descalificado para defender sus derechos inalienables casi garantiza cierta desviación de la más estricta justicia. Esto no se ve seriamente afectado por el hecho de que los ciudadanos deben tener el derecho de libre discusión y crítica. Por tanto, la justicia debe depender, a la postre, de la buena voluntad del jefe de Estado, cuyo poder no será limitado por nadie.
Kant suscribió el moderno reemplazo de la educación por instituciones y de la regulación moral de las pasiones por sus limitaciones mutuas, pero hasta que las revoluciones que él condena por motivos morales hayan instalado por doquier el republicanismo, el respeto a los derechos del hombre, aunque puedan ser deducidos a priori, al parecer dependerá de hechos empíricos como la educación y la moral de los gobernantes.
Sin duda, por esta razón Kant considera que el problema político no tiene solución perfecta: el hombre es un animal que necesita un amo, pero el amo es, a su vez, un hombre. La solución abstracta según la cual cada hombre será su propio amo, siendo todos ellos amos y esclavos unos de otros, sólo parece viable (y aun así de manera muy precaria) cuando es modificada por consideraciones empíricas o morales que Kant se esfuerza, en vano, por representar como forzosamente a priori y sólo en interés de la legalidad como tal. Más en general, se ve obligado a justificar las muchas medidas prudenciales que a la postre conciernen a la prosperidad del Estado y la felicidad de sus ciudadanos: pero se esfuerza por hacer que su justificación emane de unos argumentos que las muestran como necesarias para la defensa del Estado legítimo contra enemigos externos del pueblo.
LA PAZ ETERNA.
Los mismos problemas se repiten aún más agudamente en la enseñanza política más original y acaso más decisiva de Kant, a saber, su doctrina de las relaciones entre los Estados y de la paz perpetua. También aquí, el deseo de reconciliar una doctrina puramente legal basada en las demandas de la moral con el mecanismo de las pasiones, de reconciliar lo ideal con lo real por medio de una teleología de la naturaleza exigida por la moral (la astucia de la naturaleza) conduce a trascendentales concesiones basadas en consideraciones empíricas. Al combatir el fundamento abstracto y neutral de la ley, la elaboración de esta doctrina hace resurgir con toda su dificultad y dureza el problema de la relación entre la moral y la historia.
Precisamente el intransigente y abstracto legalismo de la empresa de Kant es el que la lleva más allá de las posiciones de Hobbes y de Locke, pues concibiendo la institución del Estado como simple etapa de desarrollo, Kant desplaza el problema de la transición, del estado de naturaleza al estado de sociedad civil, al plano universal o cosmopolita.(Las necesidades que conducen a la formación de cualquier sociedad civil particular son tan poderosas que también afectan las relaciones entre las sociedades, hasta el punto de impedir toda respuesta perfecta a aquellas necesidades de parte de los estados coexistentes. El mismo postulado jurídico yace en la política interna y externa, el derecho público, la ley de las naciones (o de las relaciones de los Estados) y la ley cosmopolita (de hombres y Estados como ciudadanos de la ciudad universal): "Todos los hombres que pueden afectarse recíprocamente deben estar dentro de la jurisdicción de alguna institución civil", pues aun si solo uno disfrutase de su facultad natural retomaría la guerra. Todo peligro externo, ya proceda de una comunidad o de un individuo, perturba la garantía de libertad y propiedad pacíficas que la sociedad civil da contra la violencia Ios individuos no pueden atender sus propios intereses, ni la orden de la razón práctica ("no habrá guerra") ni el plan de la naturaleza ("completa unificación civil de la humanidad") si los Estados no siguen el camino que lleva del estado de naturaleza al estado legal. Kant, como Hobbes y Spinoza, sostiene que el estado de naturaleza es un estado de guerra, y que las naciones se encuentran en ese estado en su relación mutua) También como Hobbes, afirma que, en el estado natural, lo pacífico de cada momento sólo es un episodio empírico en el subyacente estado de guerra. Si se quiere que exista el estado de paz, debe ser explícitamente instituido. La filosofía política de Kant, al ser legal en esencia, se vuelve en su fundamento una doctrina de guerra y de paz en que la política exterior toma abierta precedencia sobre la interior: las constituciones civiles particulares no pueden establecer la paz intema mientras persistan amenazas externas a la paz. Kant critica acerbamente a Grocio y a otros teóricos del derecho internacional, así como a la escuela del equilibrio del poder, porque no reconocen la importancia decisiva de procurar una organización legal entre los Estados.
Habiendo sostenido todo eso, Kant asombra al lector de la primera parte de la Metafísica de la moral ("Doctrina de la Ley") al declarar que la organización de los Estados no debe poseer un poder soberano sino que sólo debe ser una alianza o federación, revocable a voluntad y que necesite renovación periódica. Es obvio que resulta dudosa la capacidad de semejante organización para lograr acatamiento o paz. La oscuridad o vacilación de Kant en este punto viene a comprometer dos preocupaciones aún más fundamentales: la paz perpetua puede ser sólo precaria o provisional y no definitiva; y de hecho puede ser un ideal puramente inalcanzable, y no una necesidad moral o un hecho predecible. Por último, las dificultades que afectan una concepción jurídica del orden internacional nos colocan ante el carácter problemático de la afirmación de Kant de haber resuelto el problema de Rousseau: ¿realmente prepara el progreso histórico la regeneración moral de la humanidad?
Las dificultades que surgen para Kant en el nivel político y legal son inherentes a la naturaleza de una organización internacional que debe ser para sus Estados integrantes lo que esos Estados son a sus ciudadanos. Para una cabal eficacia de la organización, ésta tendría que invadir la autoridad de los propios Estados, o aun modificar su condición de Estados. Por otra parte, si se va a restringir el poder de la organización, los Estados se quedan efectivamente en la condición original de ilegalidad y de guerra inminente.
La alternativa consiste en el Estado universal, por una parte y en su simple pacto o alianza de Estados por la otra. Kant rechaza el Estado universal y parece favorecer la federación o "república de repúblicas". No se aclara si la república de repúblicas sea un ideal inalcanzable, útil para regular la acción, o una meta alcanzable, única que podría introducir la legalidad y el significado en la política y la historia.
Kant rechaza el Estado universal por razones que se apartan de las abstracciones de la legalidad y que, antes bien, dependen de una sabiduría política empírica, de la moral y la filosofía de la historia. Su objeción es que "las leyes pierden más y más de su vigor conforme el gobierno gana en extensión, y un despotismo desalmado cae finalmente en la anarquía después de haber destruido los gérmenes del bien". Pero el Estado universal sería el despotismo universal y la paz que prevaleciera sería la paz de la tumba, desconocedora no sólo de la libertad, sino también de la virtud, del discernimiento y de la ciencia. Más aún: el Estado universal debe desintegrarse en los cuerpos más pequeños cuya interacción es el instrumento elegido de la naturaleza. Kant se decide firmemente en favor de la difícil reconciliación de la multiplicidad de Estados y de un orden legal, aunque es cierto que, en La religión dentro de los límites de la mera razón, se refiere a la "fusión prematura y por tanto fatal de los Estados (si ocurre antes de que los hombres hayan llegado a ser moralmente mejores)", dejando así abierta la posibilidad del Estado universal como culminación de un progreso histórico que tiene como requisito el progreso moral.
En sus notas y sus escritos publicados, Kant comenta diversamente (aunque no con incongruencia) la triple cuestión del poder de coacción de la Confederación, la provisionalidad o perfección de la paz que debe procurar, y el status del proyecto como posible y, por tanto, obligatorio, o como imposible y perturbador. En algunas afirmaciones, la participación en una constitución legal es obligatoria para los Estados; en otras declaraciones, no lo es. En algunas, los Estados pueden obligar a sus vecinos a participar en semejante constitución, en otras no pueden hacerlo. En algunas, el cuerpo internacional puede ejercer coacción, en otras, no. A veces la organización internacional aparece progresando persistentemente porque está en la naturaleza misma del Bien resistir, una vez comenzado, así como en la del Mal está destruirse a sí mismo; pero a veces la organización es representada en constante peligro de descomponerse. En ocasiones, el proyecto es presentado como idea irrealizable, a veces como límite aproximable por un progreso asintótico indefinido, y a veces como fin alcanzable por el acuerdo de tres gobernantes europeos. Tomados en sí mismos, los escritos publicados de Kant reflejan duda y tal vez evolución de su pensamiento, indicando la imposibilidad de una solución puramente legal al problema y la dificultad de llegar a alguna solución en general. El lector debe remitirse en particular a la Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, La Teoría y la Praxis y La paz perpetua. Su idea, como surge en la "Doctrina de la Ley" (en la Metafísica de la moral) merece consideración especial por las cuestiones que plantea. Su argumento, ahí, puede resumirse de esta manera. 3) La paz perpetua constituye una transformación radical e indispensable de los asuntos humanos sin la cual toda posesión y seguridad son simplemente provisionales. Requiere el establecimiento de una constitución civil universal (Vólkerstaat). 2) Esto es irrealizable; en cambio, debe aceptarse un congreso de Estados. 3) Pero como su impracticabilidad no ha sido absolutamente demostrada, y la moral elige la ley ('terna y por ello la constitución civil universal, no obstante debemos adoptar la paz eterna como el objetivo al que hay que aproximarnos siempre por medio de un progreso perpetuo.
Este argumento no está libre de graves dificultades. En primer lugar, la profundidad de la transformación introducida por la paz eterna, ¿es compatible con la evolución progresiva, imperceptible y sobre todo al parecer interminable que conduce a dicha transformación? La doctrina de Kant parece apelar implícitamente al concepto del fin de la Historia y, a la vez, del progreso perpetuo; pero los dos conceptos son contradictorios. En segundo lugar, si el ingreso en una constitución civil parece, por el momento, no más que un objetivo distante, y la coacción institucional de las pasiones es correspondientemente remota, de ahí se sigue que en el presente inmediato la ley internacional tiene, como gustaba decir Hegel, la forma del deber, del "debes". Es dictado de la moral el que los Estados se transformen a sí mismos y sus relaciones inmediatamente para hacer posible una futura condición legal (o tal vez como si, para hacer posible la condición). Kant había criticado el derecho internacional existente, y en particular a Grocio, subrayando que no puede haber ley sin estado legal, y no puede haber estado legal sin un contrato y una coacción. Pero él mismo, en su proyecto de la paz perpetua, se ve obligado a enumerar ciertos artículos preliminares que quedan justificados por la máxima "Actuad, pues, de modo que no obstaculicéis la partida de los Estados del estado de naturaleza y la inauguración de la paz perpetua". Algunos de estos artículos pretenden ser de aplicación inmediata, otros pueden ser diferidos por razones de prudencia; pero sea como fuere, es seguro que, en ellos, reaparece una parte del derecho internacional clásico, si bien con una nueva justificación última, constituyendo lo que es más concreto y más tangible en la doctrina kantiana de la paz perpetua y de la ley de las naciones. En su última obra publicada, La disputa de las facultades, Kant parece hacer hincapié y poner sus esperanzas con respecto a la paz perpetua en la institución de un gobierno republicano esencialmente pacífico dentro de los Estados y no en la sumisión de los Estados a una comunidad civil universal.
Los argumentos de Kant parecen implicar que la transformación de la naturaleza y de las relaciones internacionales (estas últimas, el testimonio más virulento y notorio de la perversidad de la naturaleza humana) pueden conducir, a la postre, a someter a los Estados a una constitución legal y a la paz perpetua, la que a su vez debe allanar el camino a la regeneración moral de Estados y de hombres. Reaparece entonces la doble pregunta: ¿puede confiarse en el progreso moral para transformar la historia de un modo conducente a la ley y a la paz? ¿Puede contarse con el progreso histórico para producir una constitución legal universal y un estado de paz favorable a la moral? Con la historia o la moral como punto de partida, y tomando en cuenta la aparente neutralidad del punto de vista legal, recurre la pregunta sobre si y cómo una de ellas pude influir sobre la otra: ¿progreso imperceptible, o transformación radical? Consideremos primero lo que Kant ve como las indicaciones históricas concretas de que la naturaleza concede la paz eterna, y también las perspectivas, cercanas o remotas, que nos da esta garantía. El tema central, dictado por el problema mismo, y por la concepción kantiana de la historia como gobernada por antagonismos, es el papel desempeñado por la guerra en la en la época de la Ilustración, y más particularmente con la oposición entre religión y comercio. En primer lugar están las condiciones externas mediante las cuales la naturaleza manifiesta su filantropía y por las cuales la teleología natural prepara el marco para la teología histórica: por ejemplo, los recursos por los cuales la naturaleza ha hecho que hasta las más inhóspitas regiones de la tierra sean habitables. En segundo lugar, por mediación de la guerra, la naturaleza ha impulsado a los hombres a todos los rincones del mundo, obligándolos en realidad a habitarlo por doquier, haciendo así posible su progresiva unificación política. En la medida en que los hombres no avancen hacia su fin moral, por intermediación de su libertad, deberán avanzar bajo la coacción de la naturaleza y así, de acuerdo con la tercera disposición provisional de naturaleza, los hombres se ven obligados, bajo la amenaza de la guerra, a entrar en relaciones más o menos legales. Más específicamente, la guerra externa y también los antagonismos internos impelen en dirección del gobierno republicano como el más eficaz para hacer frente a ambos tipos de amenaza. Pero el gobierno republicano es, de todas las formas, el más conducente a la paz. Por ello, precisamente porque el republicanismo está difundido en el mundo, la guerra tiende a ser suprimida. Sin embargo, dentro de la perspectiva del derecho internacional, presuponiendo (como lo hace) la existencia independiente de muchos Estados, la naturaleza parece estar obstruyendo esa paz eterna alcanzable mediante la fusión de los Estados en un Estado universal. La naturaleza obstaculiza esa fusión al ofrecer diferencias de lenguaje y de religión. Éstas son, hasta cierto punto, deseables y permanentes, aun cuando entrañen odio y guerra. Sin embargo, este mal necesario es gradualmente superado por el progreso de la ilustración que, colaborando con el avance de la civilización y de una general concordia humana, conduce a una pacificación general basada en la libertad, el equilibrio y la emulación. Por encima de todas las diversas manifestaciones de la religión debe estar la universal "religión dentro de los límites de la mera razón", válida para todos los hombres y todos los tiempos, producto que gradualmente va surgiendo de esa misma ilustración.
La religión racional no pudo producir la unidad y la paz sin un concomitante progreso de la civilización que las apoyara con una base más sólida en interés común. Dentro del gran escenario de la división natural y la unión impuesta entre los pueblos, el espíritu comercial empieza, tarde o temprano, a avanzar en todas direcciones, tendiendo a llevar la armonía donde el concepto de un derecho cosmopolita habría podido tener poco efecto. El comercio, medio de interés común, es promovido por un espíritu que es incompatible con la guerra.
De todos los poderes subordinados a la fuerza del Estado, es el poder del dinero el que más confianza inspira, por eso los Estados se ven obligados —no ciertamente por motivos morales a fomentar la paz, y cuando la guerra inminente amenaza al mundo procuran evitarla con arreglos y componendas, como si estuviesen en constante alianza para ese fin pacífico [...]. De esta suerte, la naturaleza garantiza la paz perpetua, utilizando en su provecho el mecanismo de las inclinaciones humanas.
Tenemos la sensación de hacer frente, por fin, a las auténticas razones en que se basa la esperanza de Kant: en gran medida, las razones de su siglo. A las religiones que dividen se les opone, como en el pensamiento de Montesquieu, el comercio, que une. El desarrollo económico interno de los Estados y la elaboración de sus relaciones comerciales externas harán incosteable y desastrosa la guerra, respectivamente. La riqueza reemplaza al poder como medida de superioridad. La conquista había llevado a la humanidad adelante por el camino de la unidad y la legalidad, pero la diversidad de lenguas y de religiones había sido un infranqueable obstáculo. Ahora, el comercio reemplaza a la conquista para llevar adelante la obra de unificación de un modo que respete esa diversidad y asegure la paz dentro de los límites compatibles con ella. Donde la guerra por medio de la conquista, y la moral por medio de la educación, habían fracasado, le pareció a la época de Kant que el comercio o más generalmente el dinero estaba a punto de triunfar.
Y sin embargo, el funcionamiento del comercio va entrelazado al de la guerra, la ilustración y la moral; y las oscuridades del kantismo nos impiden discernir con claridad los modos y la dirección final de tal funcionamiento. ¿Tiende la evolución económica de la humanidad hacia la abolición de la guerra, al hacer que ésta sea tan brutal que resulte intolerable, o mediante la decadencia de la guerra, como opuesta al espíritu y el interés de los Estados? Si el Mal (conflicto de propensiones) hace surgir el Bien (la paz perpetua), ¿lo hace por medio de catástrofes producidas por su poder abrumador, o mediante mejoras, causadas por su debilidad? La primera posibilidad apunta a la revolución radical y la regeneración, la segunda a un proceso gradual e indefinido.
La indicación más general dada por Kant parece señalar en la primera dirección: las guerras se están volviendo más frecuentes y mortíferas y, sobre todo, más costosas: en suma, tan catastróficas que son imposibles. La humanidad se verá obligada a cambiar de curso. Pero el giro hacia el bien no tendrá el carácter de acontecimiento único, inevitable y decisivo. Por lo contrario, está atado al progreso de la civilización y de la ilustración, y en cierto grado depende del entendimiento y de las decisiones de soberanos, que a su vez dependen de un avance fundamental de la ilustración, cuyo aplazamiento arroja el acontecimiento decisivo hacia un futuro indefinido. Y aun entonces, el giro hacia el bien, originalmente supuesto, no transformará radical y decisivamente la condición de los Estado y del hombre.
La perspectiva es de mejora gradual, correspondiente al progreso de la ilustración y la cultura, entrañando un progreso, si no en la moral de los hombres, al menos de la legalidad de sus acciones que, aparte de las intenciones en acción, se apegarán más y más a los dictados del deber. La tensión entre la paz perpetua como eventualidad y como principio regulador, entre el progreso indefinido como un movimiento que nunca alcanza su meta y otro que sí la alcanza, cada vez más, está bien expresada en el pasaje final de La paz perpetua:
Si es un deber, y al mismo tiempo una esperanza, el que contribuyamos todos a realizar un estado de derecho público universal, aunque sólo sea en aproximación progresiva, la idea de la "paz perpetua", que se deduce de los hasta hoy falsamente llamados tratados de paz —en realidad, armisticios—, no es una fantasía vana, sino un problema que hay que ir resolviendo poco a poco, acercándonos con la mayor rapidez al fin apetecido, ya que el movimiento del progreso ha de ser, en lo futuro, más rápido y eficaz que en el pasado.
La noción de progreso asintótico es la más congruente con la concepción kantiana de infinitud, presentada en la Crítica de la razón pura. Kant se basa en los matemáticos para negar que alguien se contradice si sostiene que el progreso de la humanidad es un constante acercamiento a la meta y asimilación a ella, sin alcanzarla jamás. Pero en el mundo político e histórico del hombre, la idea de un progreso acelerado hacia una meta jamás alcanzada plantea dificultades mayores que las de la paradoja de Aquiles y la tortuga. La idea sólo se vuelve inteligible por virtud de varios "reemplazos": lo que en un nivel aparece como meta alcanzable, en un nivel inferior aparece como idea reguladora; la moral es reemplazada por la legalidad; el estado legal de egoísmos que se cancelan mutuamente bajo presiones externas reemplaza al estado del hombre hecho bueno por la compulsión interna del deber; la situación en que los Estados se comprometen a renunciar a la guerra (aunque sea, en sí misma, condición jurídica) reemplaza a la condición jurídica en el sentido estricto definido por la sumisión de las naciones a una coacción pública (Vólkerstaat). Y la situación en que los Estados no ganan nada con la guerra, en que intervienen para suprimirla como si estuviesen comprometidos a hacerlo pero no lo están, es una condición "cuasi-jurídica", sustituto del estado legal en que la paz no sólo es probable sino que quedaría asegurada por la sumisión a una autoridad pública, o en que la guerra al menos sería explícitamente proscrita por un pacto.
El progreso entraña una creciente molificación del estado de guerra, que sin embargo sigue siendo la esencia de las relaciones entre los Estados y, estrictamente hablando, entre los hombres. Una combinación de educación (ilustración) y de incapacidad (equilibrio de fuerzas y lo costoso de la guerra) hacen que el estado de naturaleza se asemeje cada vez más al estado legal, que el estado de guerra se asemeje al estado de paz; pero ni la naturaleza de las suciedades ni la de los hombres ha cambiado en realidad, de hecho nada está garantizado, y a la postre, estrictamente hablando, nada se ha salvado en lealtad.
Acaso nada se haya salvado, no porque no se le pueda salvar sino porque aún queda peí dar el pase esencial y decisivo. La historia conduce a los hombres a la civilización, es decir, a un acuerdo manipulable dentro del estado de guerra o el juego de la pasión; deja a los hombres en el umbral de la auténtica paz y la auténtica legalidad. Pero esto tal vez sea porque deja a los hombres en el umbral de la moral que, confrontando la debilidad interior de su adversario, aprovechará la oportunidad de asestar el golpe decisivo, introduciendo ese auténtico gobierno republicano cuyo concepto sólo es accesible al político moral y esa paz cuyo concepto es moral. La reforma histórica será sucedida por la revolución moral. En realidad, según Kant, "la revolución es necesaria para el modo de pensar (Denkungsart), pero la reforma gradual para el modo de sentir (Sinnesart)". Es necesario este giro radical porque "volverse un hombre bueno no sólo legal sino moralmente [...] no puede lograrse por medio de una reforma gradual, mientras el fundamento de las máximas siga siendo impuro; antes bien, debe lograrse mediante una revolución de la mentalidad (Gesinnung) del hombre [...]; y sólo podrá llegar a ser un hombre nuevo por una especie de renacimiento que se asemeje a una nueva creación, y un cambio de corazón".
Podemos inferir que esa "astucia de la naturaleza" llega a realizarse, por medio del progreso de la cultura y la legalidad, por medio de la guerra y del comercio, en un triunfo negativo que simplemente consiste en suprimir los obstáculos puestos a la moral, o dejarlos en un estado de neutralización mutua, mientras sus objetivos propiamente dichos (la paz y la legalidad universal) sólo se alcanzan cuando la razón práctica interviene en forma directa para alcanzar sus propios fines, que incluyen los de la naturaleza, pero los sobrepasan. Tal como aparece en La paz perpetua, Kant creía que el mal es autodestructivo y que los designios de los hombres perversos se frustran recíprocamente. Y muestra, además, que se trata de la intervención activa, in extremis por decirlo así, de la intención moral, y no sólo de la realización inconsciente del bien por medio del mal: "Cuando los motivos de la política natural se supriman y destruyan entre sí, el de la política moral empezará a manifestarse en acción y a realizar la idea de paz perpetua".
DE LA HISTORIA A LA MORAL
Al parecer, la moral, por una parte, y la naturaleza o la historia, por la otra, surtirán efecto mediante una colaboración que se asemeja a un relevo. En primer lugar, "la naturaleza acude en ayuda de esa voluntad general fundada en la razón y reverenciada por todos, pero prácticamente ineficaz, asegurando la mutua cancelación de las propensiones egoístas con tal efecto que, para la razón misma, es como si no existieran". Pero entonces, en el segundo ejemplo, habiendo aclarado el terreno, es la moral o la razón práctica la que se hace cargo de las cosas y por sí misma completa la tarea; y es "la voluntad general universal, dada a priori, la única que determina lo que es le- gal entre los hombres" y que puede, "si llevamos nuestros negocios en forma congruente, ser la causa que produzca el efecto deseado, por medio del mecanismo de la propia naturaleza y que al mismo tiempo permita realizar el concepto de ley".
Pero si la institución del estado legal auténtico y de la paz eterna es inseparable de la real intervención de una intención moral en la historia, ¿en qué tipos concretos de acción se expresará esta intención misma? ¿Conduce la transformación moral de los hombres a la transformación decisiva de las instituciones que no han logrado procurar el perfecto equilibrio de las pasiones? ¿Es, por lo contrario, la transformación de las instituciones la que, a largo plazo, debe conducir a la transformación moral de los ciudadanos, asegurando con ello la estabilidad de esas mismas instituciones? ¿O es la intención moral que se manifiesta en la historia, de hecho, la intención de soberanos ilustrados por la filosofía que emprenden simultáneamente la transformación de las instituciones y la educación moral de sus súbditos?
En La religión dentro de los límites de la mera razón y en la Idea de una historia universal en sentido cosmopolita presenta Kant la regeneración moral de los hombres y su educación moral por los Estados como forzosamente anterior a la unificación de la humanidad. Sin embargo, en La paz perpetua, pasa del concepto de la educación moral por la comunidad al pensamiento de que tal educación no es indispensable para la formación de un gobierno republicano.
De hecho, Kant indica que la naturaleza logra lo que es necesario para este propósito mediante las mismas propensiones egoístas, dejando al Estado la tarea de explotar el mecanismo natural para hacer que hombres con defectos morales se vuelvan buenos ciudadanos. Pone el ejemplo de la nación de demonios para argüir que la fundación del Estado no necesita la bondad moral de los hombres. Kant llamó la atención hacia la aproximación a la moral que puede observarse en Estados reales, en que la perfección moral ciertamente no es la influencia decisiva y ni siquiera intentada por la ley, y comentó que no debe esperarse una buena constitución de la moral del pueblo sino que, antes bien, la sana educación moral del pueblo a partir de la constitución.
En realidad, hasta cierto punto es posible reconciliar las dos líneas de pensamiento. Donde las instituciones recibieron precedencia sobre la transformación moral, el contexto fue la constitución doméstica del Estado y las coacciones externas de la ley como sustituto de las coacciones internas de la moral propiamente dicha. Donde la transformación moral recibió precedencia sobre las instituciones, su contexto fueron las relaciones entre Estados que no pueden prescindir de la moral ya que no reconocen ninguna coacción externa eficaz. Pero queda la paradoja según la cual podemos esperar una constitución que surja del mecanismo de las propensiones para educar al pueblo propiamente dicho: si un gobierno republicano puede lograrlo, ¿por qué no se vuelve ésta la función principal de semejante gobierno? ¿Puede cumplir tal función, cualesquiera que sean las disposiciones, la preparación y las intenciones de sus ciudadanos? ¿Puede inspirar buena voluntad una nación de demonios que, obligados por sus propensiones egoístas a ingresar en un estado legal, se volvieran moralmente buenos, gracias a la influencia de ese Estado?
En otra parte, Kant reduce esta paradoja, presentado como complementarias las dos ideas que parecen estar en conflicto: "La constitución del Estado se basa, a la postre, en la moral del pueblo, que a su vez no puede echar raíces sin una buena constitución".29 Esto habrían podido decirlo fácilmente Platón y Aristóteles. Entonces, si hasta aquí Kant conviene con los Clásicos, ¿no debe aceptar también sus presuposiciones y sus conclusiones concernientes al objetivo moral de la política y al carácter político de la moral? Dicho de otro modo, la posición de Kant, como se expresa en este pasaje, parece plantear dos preguntas, una de ellas de orden práctico: "¿Por qué el Estado no debe adoptar como su meta la moral del pueblo?", y una teórica: "¿No entra en conflicto la declarada reciprocidad entre la ley y la moral con aquello que es kantiano en forma específica en la concepción de cada uno? ¿No es precisamente el núcleo del kantismo esa radical disyunción de la legalidad, que sólo toma en cuenta las acciones externas, y la moral que sólo toma en cuenta las intenciones?" La respuesta a la primera pregunta está contenida, hasta cierto punto, en la segunda. Ni por un momento Kant abandona la idea de que una intención moral, una buena voluntad, no pueda ser introducida en nosotros por una orden externa: se nos puede obligar a realizar ciertas acciones, pero no podemos ser obligados a adoptar un cierto fin como nuestro. La sugestión de influencia política sobre la moral sólo puede hacerse legítimamente con vistas a las compulsiones atenuadas, graduales e indirectas que están implícitas en la educación y en la habituación. ¿No pueden estas últimas transformar la naturaleza empírica del hombre lo bastante para favorecer su libertad moral? Si un educador, sea la familia, el Estado o la naturaleza, nos enseña a desarrollar nuestra razón y a combinar nuestros instintos, ¿no conducen este desarrollo y este domino —aunque pudieran empezar promoviendo fines egoístas— hasta el límite de la moral, haciendo sumamente probable esa conversión final de la libertad que les daría un valor moral?
En suma, al multiplicar las conductas entre naturaleza y libertad, aunque la noción de una libertad brotara de la naturaleza, y luego se emancipara progresivamente de ella, ¿no están siendo unidas naturaleza y libertad de acuerdo con los principios internos de la ley? Tal es, en realidad, la función primaria de la filosofía de la historia, según dice Kant. El problema final de la filosofía de la historia consiste en captar el peso moral del progreso en la cultura, la civilización y la legalidad, que convergen en el nivel de la educación de la humanidad con el problema de la posibilidad de la educación moral del individuo.
Las respuestas de Kant a la pregunta decisiva son tan diversas y vacilantes como las que da con respecto a las condiciones institucionales e históricas de la paz. Tal vez la formulación más exacta de su pensamiento al respecto pueda encontrarse en dos pasajes, uno de ellos sobre los efectos de la legalidad que prevalece dentro de los Estados, y el otro en el nivel de la teleología histórica. En el primero (La paz perpetua, Apéndice I), Kant sostiene que las prohibiciones impuestas contra actuar siguiendo propensiones ilegales favorecen una predilección moral a respetar la ley. En la Crítica del juicio, que contiene el último pasaje (§ 83), Kant desea mostrar cómo el fin último de la naturaleza, o sea la "cultura", significando la aptitud de proponer libremente fines a sí mismo y emplear la naturaleza como medios hacia ello, prepara la libertad moral, único fin incondicional que en sí mismo es independiente de la naturaleza. Con este propósito debe introducir una noción intermedia, la de la forma superior de la cultura a la que llama la cultura de la disciplina, bajo la cual los hombres dominan sin extirpar esos deseos naturales que conducen a los fines de la vida, siendo libre de darles rienda, pero sólo hasta el punto en que lo dicta la razón misma. Esta posibilidad de dominar las pasiones prepara esa emancipación radical ante todas las propensiones externas que, en sí misma, constituye la moral. El desarrollo de tal domino debe considerarse basado en esa civilización del hombre que se manifiesta en el refinamiento del gusto y la complejidad del conocimiento, pese a la intensificación de la sensualidad que es inseparable del proceso.
Las bellas artes y las ciencias, que hacen al hombre si no mejor moralmente al menos más civilizado por medio del placer que está al alcance de todos y del favor de la sociedad, prevalecen contra el despotismo de los sentidos y preparan así al hombre para un dominio en que el poder pertenecerá a la razón; entre tanto, los males que nos inflige la naturaleza, como el intratable egoísmo del hombre, nos abruman, excitan al mismo tiempo las fuerzas del alma, las aumentan y las templan para que no sucumbamos a esos males, haciéndonos sentir así una aptitud para fines más elevados, que está escondida en nosotros.
La pregunta fundamental a la que hay que hacer frente con respecto a los dos pasajes, la pregunta en que se encuentra concentrado todo el problema de la filosofía kantiana de la historia y la política es ésta: ¿qué significado preciso debemos atribuir a expresiones como "facilitan", "hacen susceptible a", "revelan la aptitud para", "preparan para", "prevalecen poderosamente contra", "ganan mucho terreno", etcétera? ¿Cuál es la naturaleza o, más precisamente, cuál es la necesidad del nexo entre lo que prepara y lo que es preparado, entre "el gran paso hacia la moral" y el propio "paso moral"? EI último por fuerza implicará el primero, pero el primero no parece que forzosamente nos lleve al segundo. Una unión demasiado estricta entre ambos significaría un determinismo o mecanismo en las condiciones de la moral que pondría en peligro la libertad esencial de la moral misma. Una disyunción excesiva entre ambos, una transición demasiado radical, de la naturaleza a la libertad, o del mundo fenoménico al mundo nouménico hace ocioso todo el proyecto de filosofía de la historia que era, precisamente, tratar de colmar esa brecha. Es difícil ver cómo una transición imperceptible de la condición pre-moral a la condición moral sería compatible con la elección moral radical entre las pasiones y el deber que se encuentra implícita en la concepción kantiana de la moral. Sin embargo, lo que puede decirse con toda confianza es que la civilización y la legalidad por fuerza deben preceder a la moral, y que la decisión moral, a su vez es el principio, el archS, de la vida moral y no puede ser remplazada por los diversos llamados al egoísmo, o por la disciplina y la legalidad, todo lo cual nunca puede ser más que una preparación sub-moral a la moral.
La filosofía de la historia puede mitigar pero de ninguna manera anular la absoluta disyunción de mal y bien, de egoísmo y moral, de la naturaleza y la libertad. La libertad tiene que ser o no ser, y si es, resulta incompatible con el funcionamiento de todo mecanismo automático. La conversión moral de la humanidad, que nunca puede llegar a ser certidumbre teórica o necesidad mecánica, no puede ser considerada como base para una solución del problema político. A la recíproca, la explotación histórica y jurídica del mecanismo de las pasiones hace imposible una solución moral del problema humano.
La política, la ley y la historia siguen estando, para Kant, en una relación ambigua o no resuelta con la moral, estando las dos facetas de la relación en un estado de mutua necesidad y mutua repulsión. Kant presenta el orden político y jurídico como limitado a acciones externas y sin embargo a la vez moralmente necesario y logrado por medios inmorales. Pero como hemos visto, Kant no logra sostener el carácter simplemente legal del orden jurídico, porque reintroduce en forma subrepticia la moral en ese orden. Al examinar las bases morales de los derechos del hombre y la filosofía de la historia, hemos visto que Kant no demuestra ni las bases morales de esos derechos ni la necesidad moral de esa filosofía. Por último, al considerar la aplicación de la filosofía de la historia al problema decisivo de la paz eterna, hemos visto que los medios inmorales o maquiavélicos no bastaban para producir esa paz.
En realidad, ya sea que consideremos la doctrina política de Kant, su doctrina legal o su filosofía de la historia, siempre veremos que la moral tiene demasiado que hacer, o demasiado poco. Si una preocupación política asociada a los derechos del hombre ocupa lugar central en su inspiración y particularmente en la inspiración de su moral, su doctrina política efectiva sin embargo sigue siendo una síntesis inestable e insatisfactoria de una intención moral y "realista". La interpretación y las formulaciones de Kant le permitieron reinterpretar la vida política moderna con vistas a la cuestión decisiva y olvidada de su dignidad moral, sacrificada deliberadamente por la tradición de Maquiavelo y de Hobbes; pero lo que permitió a su filosofía dar este paso quedó como obstáculo a una solución en verdad coherente. La existencia de su doctrina moral le impide llegar a una solución del problema político por medio de instituciones; la naturaleza de tal doctrina impide una solución por medio de la educación. En último análisis, es el problema de la educación moral y la conversión moral el que ocupa el centro de las dificultades de Kant pues este problema es afectado por la mutua influencia e interrelación que pasa entre los dos mundos, el de la libertad moral y el del determinismo natural, que-Kanf con gran esfuerzo intentó mantener, conservándolos de manera radical apartados uno del otro. Los puntos de encuentro que intenta multiplicar entre ellos son inseguros y problemáticos: la política no es guiada por la prudencia moral, simplemente a veces es moral y a veces inmoral; la historia presupone el concepto paradójico de una naturaleza teleológica que al parecer carece de fundamento ontológico y que colabora históricamente con el determinismo para explotar, sin saberlo, los designios de los hombres; en otras palabras, de una Providencia que es la naturaleza con otro nombre y que, en forma un tanto incomprensible, prefiere el uso de medios inmorales pero que se detiene ante la libertad moral del hombre; la ley es simultáneamente la expresión del mecanismo de la naturaleza y de los conceptos de la razón práctica; pero lo que llegan a ser la "naturaleza y la libertad unidas de acuerdo con los principios internos de la ley" es una combinación de principios formales y disposiciones contingentes, tan difícil de aplicar a las relaciones entre los Estados que arroja dudas no sólo sobre sí misma, sino, por implicación, sobre las demandas mismas de la moral y las garantías mismas de la naturaleza. Cada uno de esos puntos de contacto propuestos entre los dos mundos queda expuesto a una crítica que al mismo tiempo llamaría la atención hacia el carácter decisivo del problema planteado y el carácter a veces extraordinariamente crudo o contradictorio de las soluciones que se ofrecen.
Y sin embargo, aun si reconocemos que Kant no logra reconciliar lo externo y lo interno, la necesidad y la libertad, la naturaleza y la moral, las pruebas de la física y el testimonio de la conciencia, no obstante debe considerarse si no hay en cada uno de estos términos algo irreductible que sólo Kant logró hacer surgir con todo su poder. Sin duda, la crítica de la filosofía política de Kant puede obtener victorias en el campo de los fenómenos políticos concretos examinados en el nivel que les es propio, o bien negando la coherencia del sistema en conjunto; pero si se quiere que esas victorias sean decisivas, la crítica debe tratar de los fundamentos del pensamiento de Kant. La crítica de la filosofía política de Kant debe convertirse en una crítica de la Crítica de la razón pura y de la Crítica de la razón práctica.

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