En la física clásica
admite sólo un fluir “absoluto” del tiempo en un contexto donde no se conoce el
sistema de referencia que permite hacer una afirmación semejante. Desde esta
perspectiva, Prigogine en su exposición acerca del origen del tiempo señaló que
él precedía a la existencia. Esta afirmación fue producto de un conjunto de
consideraciones basadas en la necesidad de respetar las exigencias actuales de
la física orientada a seguir un paradigma basado en el principio de entropía
establecido en la segunda ley de la termodinámica, es decir, irreversibilidad,
probabilidad y coherencia. La irreversibilidad conduce a la autonomía. Está
relacionada con el desequilibrio, es decir, con estructuras disipativas y el
desorden, esto es, con la turbulencia entendida como fenómeno estructurado. La
explicación que da el autor es que un sistema en equilibrio no tiene historia
“porque las fluctuaciones son nulas”. La
vida, en este contexto, parte del principio de incertidumbre que puede explicar
cómo un sistema se mantiene o no. De este principio surge la memoria. Por ello
puede argumentar que gracias al segundo principio de la termodinámica es que se
puede explicar cómo se ha desarrollado el tiempo bajo la imagen de la flecha
que sólo puede ser descrita a partir de un acontecimiento que trascienda las
categorías de devenir y de eternidad. El desequilibrio es lo que permite
introducir el principio de la probabilidad en el sentido que estamos regidos
por la incertidumbre. La coherencia está dada por la autorreferencialidad y la
capacidad de mantenerse.
Teniendo presente lo
antes señalado podemos concluir, en una primera instancia, que el tiempo es una
inestabilidad que puede favorecer la creatividad en la medida en que haya
irreversibilidad y eso me permite plantear el interrogante acerca cuándo el
tiempo empezó a ser para nosotros repetitivo y cuándo dejó de serlo. Para poder
examinar la idea del tiempo en Deleuze y Guattari vamos a revisar las
variaciones del concepto de tiempo a lo largo de la historia siguiendo en lo
que sea aplicable a los autores en que nos hemos apoyado a propósito del
espacio.
A propósito del
espacio, señalamos que el concepto de tiempo surgió del concepto de espacio y
ello fue así por la necesidad de contar los intervalos de una repetición que
permitiera predecir las inundaciones, las sequias, las cosechas. Los
testimonios más remotos se remontan a los acadio-sumerios. Sin embargo, de
acuerdo con la tradición oral, según los textos védicos, el concepto de tiempo
(nakshatra) es una relación que tiene
dos vertientes. Por un lado, se corresponde con el movimiento entre el sol y la
luna una vez que el universo dinámico (Virat) se hizo existente gracias a la
divina energía del supremo Ser (Rig Veda.10.90.5). El Ser supremo es
considerado en los textos védicos como el preservador de la eternidad
(Rig.10.125.2). La eternidad es
definida como
“Eternity is sky, eternity is mid-air,
Eternity is mother, father and son
Eternity is all that exists
Eternal is the social consciousness
Eternal are all that have been born
And shall be born” (Rig.1.89.10).
(“La eternidad es cielo, la eternidad está en
el aire,
La eternidad es madre, padre e hijo.
La eternidad es todo lo que existe.
Eterna es la conciencia social.
Eternos son todos los que han nacido.
Y nacerá”) (Rig.1.89.10).
En relación con la
eternidad en los textos védicos existe una deidad, Mitra que en antigüedad
védica fue asociada con el origen del mundo y fue festejada como la entidad que
prefigura su fin. También fue asociada con la entidad que observa y protege a
los hombres que pagan justamente sus deudas, por lo que podría ser visto como
el dios del intercambio de dones. Con el devenir, en Persia el intercambio
convertiría a Mitra en deidad de la mediación. Estas dos visiones de Mitra en
Roma dieron posteriormente origen a una asociación con el tiempo y el destino,
es decir, el tiempo infinito y el tiempo devorador donde se paga lo que ha sido
recibido. De estas dos visiones es posible entender en la Grecia antigua el
tiempo infinito ‘Aión’ y el tiempo medido ‘Cronos’ vistos como las dos
potencias que marcan el devenir del mundo. ‘Aión’ en Roma pasó a ser nombrado
como ‘aevo’ y denotaba un largo e indeterminado curso de tiempo y comenzó a
aplicarse a largos períodos históricos.
En la mitología
Tamanaco, a diferencia del antiguo Testamento, la idea del tiempo comienza
cuando Amalivaca reconstruye el mundo empezando por la creación de la luna y el
sol. Desde este momento se puede hablar de espacio-tiempo. El tiempo anterior,
que era eterno, fue finalizado porque los tamanacos no adoraron a sus dioses.
En concordancia con la
idea de la eternidad, entre los presocráticos, Heráclito ha sido considerado el
padre de la filosofía del devenir, es decir, como señala Cappelletti “del
cambio y del devenir del Uno, que se hace múltiple, aunque permanece en el
fondo de las cosas múltiple y más allá de todas ellas, siempre uno”. El devenir
es visto como un flujo de momentos diferentes y sucesivos que expresan en sí la
idea de cambio en una concepción de la naturaleza vista como proceso. De ahí la
expresión de que quien penetra dos veces el mismo río se consigue aguas siempre
diferentes permitiendo con ello pensar un logos que permita considerar la
unidad a partir de la multiplicidad. El tiempo es un tipo de ordenamiento del
movimiento con sus límites y períodos y se corresponde con un gran ciclo (gran
año), de la eterna recurrencia de todas las cosas que es análogo al ciclo de
vida humana y se repite alrededor de cada 10000 años.
Estas dos ideas del
tiempo expresan relatividad. La relatividad viene dada porque la hace
dependiente de ciertas condiciones: el día y la noche dependen del sol y en
esta oposición es que se puede observar la existencia de una unidad. En esta
unidad de los contrarios es que se observa la existencia de un logos. En tal
sentido, Heidegger, tratando de determinar un concepto de logos como unidad,
para su proyecto filosófico, contrastó ser
y devenir para luego contraponer
los conceptos de ser y apariencia con la finalidad de
determinar su unidad oculta y formular su exégesis de la verdad, alétheia, como desocultamiento.
Consecuentemente, la idea de eternidad la desarrolla bajo la idea de
permanencia en relación con el cosmos que es Dios y de los seres que lo conforman
como entes sujetos a un ciclo que expresa en sí unidad y armonía.
La idea de eternidad
en Heráclito (fuego siempre vivo) puede ser también visualizada en el Crátilo de Platón en relación a la
metáfora del rio. Pero Platón desarrolló su propio concepto en el Timeo. Este filósofo señaló que Dios
resolvió crear el tiempo “como una imagen móvil de la eternidad” dentro de un
contexto de unidad que indicaba orden en contraposición al caos. El tiempo. Los
días y las noches, los meses y los años son partes del tiempo que fueron
creados por Dios cuando este introdujo el orden en el cielo bajo una imagen de
la eternidad que avanza según el número que hemos designado con el nombre de
tiempo. Como Dios “no podrá ser ni más viejo ni más joven, no es, ni ha sido ni
será en el tiempo”. Es decir, “no está sujeto a ninguno de los accidentes que
la generación pone en las cosas que se mueven y caen bajo los sentidos”; el
‘fue’ y ‘será’, en esta contextualización, son formas del tiempo que expresan
el movimiento que imitan a “la eternidad al efectuar sus revoluciones medidas
por el número”. Para que estas revoluciones fueran posibles de ser medidas Dios
hizo que naciera el Sol, la Luna y los cinco astros que han sido llamados
planetas, todos destinados “a marcar y mantener las medidas del tiempo”.
Aristóteles, a
diferencia de Platón a pesar de la naturaleza cíclica que ambos le atribuyeron,
se focalizó en la medida como veremos a continuación. Para él el tiempo
presentaba dificultades de conceptualización debido a que, en primer lugar,
“una parte de él ha acontecido y ya no es, otra está por venir y no es
todavía”, y ambas, en sí, componen el tiempo infinito como el tiempo
periódico”. En segundo lugar, considera que “aunque el tiempo sea divisible,
algunas de sus partes ya han sido, otras están por venir, y ninguna es”. En tercer lugar, no es fácil ver si
el ahora permanece siempre uno y el mismo o es siempre otro distinto. Ello
debido a que es difícil admitir “que los ‘ahoras’ sean contiguos entre sí, como
que un punto lo sea con otro punto”. En cuarto lugar, ningún ahora permanece
siempre el mismo, pero al ser un límite, “es posible tomar un tiempo limitado”.
El otro problema que planteó Aristóteles estuvo relacionado con la simultaneidad.
En este sentido agregó que
“… si ser simultáneo con respecto al tiempo es
ser en uno y el mismo ahora…, y si tanto las cosas anteriores como las
posteriores estuvieran en este ahora presente, entonces los acontecimientos de
hace diez mil años serían simultáneos con los actuales, y nada de cuanto suceda
sería anterior o posterior a nada”.
Por todo ello y
después de un razonamiento exhaustivo concluyó que cuando se percibe un antes y
un después, se podía hablar de tiempo, debido a que el tiempo es, en
concordancia con Platón, el número del movimiento (y del reposo) según el antes
y después, gracias a la división que produce el ‘ahora’ y, es continuo, porque
es número de algo continuo[1]. En
cuanto a número, puede ser mucho o poco y en su carácter continuo, el tiempo
puede ser largo o corto, evidenciándose con ello su espacialidad original.
Esta espacialidad es
la que nos interesa destacar en el sentido que Aristóteles al examinar lo que
era el ser en el tiempo indicó que
ello significaba que ese ser era mensurable, porque se era ser cuando el tiempo
era o se era ser cuando se decía que una cosa era en un número. Aquí se puede
uno imaginar que ser ‘5’ es ser un sujeto con unas particulares características
con las consecuencias que ello trae consigo y es lo que estaba en la
preocupación de Heidegger, según Alberto Rosales.
De aquí se deduce, en
primer lugar, que las cosas que son en “el tiempo tienen necesariamente que ser
contenidas por el tiempo”, es decir, en un tiempo mesurable, y que las cosas
que son siempre no son en el tiempo, ya que no están contenidas por el tiempo,
ni su ser es medido por tiempo lo que supone se enmarca dentro del concepto de
eternidad platónico y, en segundo lugar, que “todas las otras cosas que son en algo, como las que existen en un
lugar, son en el lugar”, en sentido espacio-temporal como veremos en el próximo
acápite e incluso bajo otra forma de matematización como la que es posible ser
visualizada mediante la teoría de conjuntos como veremos más adelante cuando
examinemos la tesis de Alain Badiou.
Por otra parte, ser en el tiempo, era para el estagirita
ser afectado por el tiempo, en el sentido que era, por sí mismo, causa de
destrucción ya que el movimiento hacía salir de sí a lo que existe puesto que
todo cambio y todo movimiento se producen en el tiempo. La eternidad, el
estagirita la estudiaría en su Metafísica.
En ella señala que está relacionado con algo ingénito (sustancias) no
susceptible de generación o degeneración que corresponde con los principios
eternos y primeros que sólo se bastan a si mismo. En esta línea de pensamiento,
con muy pocas variantes, se mantuvieron los estoicos y epicúreos. Para los
estoicos el tiempo era visto como una extensión del movimiento y los epicúreos
como una forma de acompañamiento. En Plotino se produjo una síntesis de
pensamiento de estas cuatro últimas corrientes. Según él, el tiempo procedía
desde la trascendencia del intelecto. Como la eternidad era vista por él como
la vida del intelecto (nous), el
tiempo era la vida del alma la cual la identificaba con una razón discursiva (dianoia) que descendía desde la
hipostasis del intelecto. En el “antes” del descenso del alma, el tiempo
estaba, para el neoplatónico, en reposo
con la eternidad y, luego, por ser de una
naturaleza inquieta y activa que quería controlarse y estar sola, el alma transfirió lo que vio
a otra cosa y ‘pasó a la’ siguiente y el ‘después’.
Como el alma
constituye en sí misma, en tanto que imagen del intelecto y productora del
mundo físico como su propia imagen, también esta constituía el tiempo el cual
era su propia vida entendida como una imagen proyectiva de la eternidad,
creando a su vez, como una imagen de sí misma, el mundo sensible en el tiempo.
El tiempo entonces era para Plotino una entidad que existía en dos niveles: En
el primero, el tiempo era la vida del alma en un movimiento de paso de un modo
de vida a otro. Dicho a la manera deleuziana era “una adición irreparable del
ser en sí mismo”. En el segundo, era la medida del tiempo en el mundo físico.
La vida del alma es la razón discursiva, que es, el movimiento de una idea a
otra de acuerdo con un ‘antes’ y un ‘después’ que da una idea de
irreversibilidad. Aquí se puede observar entonces que la teoría del tiempo de
Plotino conecta la idea del tiempo platónica entendida como imagen móvil de la
eternidad y con la concepción aristotélica que la concibe como el número del
movimiento.
Otro pensador influido
posterior y tardíamente por el neoplatonismo fue San Agustín. Para este
filósofo, el tiempo no es posible sin el alma que lo piensa. En Las Confesiones señaló que cuando el
tiempo pasaba se podía sentir y medir, “pero cuando ha pasado ya, no puede
porque no existe” por lo que se preguntó “¿Qué es pues el tiempo?”. Para dar
una respuesta a esta interrogante expresó la famosa máxima de que
“si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si
quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que si digo sin
vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada
sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo
presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro ¿cómo pueden ser, si el
pretérito ya no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si
fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo sino
eternidad. Si pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser
pretérito, ¿cómo decimos que existe éste, cuya causa o razón de ser está en
dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo
sino cuando tiende a no ser?”.
La respuesta que se da
el filósofo después de afirmar que el tiempo es una distensión es que “…los
tiempos son tres: presente de las cosas pasadas, presente de las cosas
presentes y presente de las cosas futuras”, porque todas ellas existen de algún
modo en el alma, con lo cual el foco de su atención no estuvo en el movimiento
de los cuerpos sino en la duración del alma.
Partiendo de San
Agustín, la cristiandad, asumiendo la cultura imperial romana adoptó la
concepción del tiempo medida, a través de un calendario, establecida por Julio
Cesar caracterizada por padecer una serie de limitaciones que produjeron un
desfase en el cómputo de los días en alrededor de 10 días para cuando el papa
Gregorio VII produjo el cambio, para encadenar las fiestas religiosas a
acontecimientos astrales específicos de forma más exacta. Este cambio, que se
produjo en el siglo XVI si bien redujo el error, no lo ha podido hacer del todo
puesto que hay todavía un margen de inexactitud de alrededor de medio día que
se expresa en complicaciones de naturaleza financiera que generan importantes
pérdidas que cada año se hacen acumulativas que ya han sido observadas por
hacedores de políticas públicas[2].
El concepto de tiempo
en Santo Tomás tuvo una fuerte influencia aristotélica. Para él, al igual que
para el estagirita, es el número del movimiento, pero agrega que este “número
no es abstracto e independiente de lo que se enumera, sino en cuanto existente
en lo enumerado (el movimiento)”, para que sea continuo. Esta existencia estaba
determinada por la medida de la duración del ser corpóreo que es, en sí, ser en
movimiento, es decir, un ser que muta dentro de un contexto de cambios. El
concepto de eternidad es esencialmente platónico y, consecuentemente
agustiniano en tanto que totalidad simultánea. Así como la noción del tiempo se
origina en la percepción del fluir de la hora, la eternidad es la idea del
ahora permanente no sujeto a la degeneración de algo finito como lo es el
movimiento en sí mismo. Frente a estas dos ideas, el aquitense, incluye otra,
es decir, una criatura espiritual que, en cuanto a su ser natural y en especial
a su modo de ser, no está limitada por el tiempo y denomina evo, y a su vez está contenida en la
eternidad. El aevo, dentro de un
contexto de multiplicidad, tiene principio, pero no tiene fin, con lo cual el
modo de ser expresa, en sí, un modo de la duración que tiende a la eternidad.
Aquí podría explicarse el énfasis que hace Spinoza en el concepto de duración y
eternidad y podría explicar aquello que Heidegger denominó una autenticidad y
responsabilidad como expresión del dasein.
Este concepto de
duración también sería objeto de la reflexión en Suarez. Para el filósofo granadino,
la "duración es la positiva permanencia en el existir, sea este existir
permanente o sucesivo", de ahí se sigue que “habrá tantas clases de
duraciones como de existencias”, por lo que se interesa por analizar la esencia
del tiempo. En tal sentido argumenta que, si “todo ser que existe realmente,
permaneciendo en su existencia, tiene una duración proporcionada a su ser”, y
puesto que se dan entes que duran sucesivamente, es decir, en movimiento,
entonces el “tiempo es la duración del movimiento” y habrá tantos tiempos como
movimientos, porque cada uno tiene su ser y por tanto su propia duración. El
concepto de duración no sería considerado por Descartes, más si por Spinoza,
como veremos a continuación.
Según Deleuze y Guattari,
Descartes desarrolló el concepto de cogito
pero expulsando el tiempo como forma de anterioridad para hacer de él un simple
modo de sucesión que remite a la creación continua.
Spinoza, considerado
como un perfeccionador del pensamiento cartesiano por Whitehead, entiende el
tiempo de tres maneras diferentes, pero estrechamente relacionadas a partir de
los conceptos de eternidad, de duración y del movimiento entendido como tiempo en
sí. Con respecto a la eternidad expresa que es un atributo por medio del cual
concebimos la existencia infinita de Dios, desde el mismo momento que todo lo
que no es Dios no existe por su propia fuerza. De ello deduce que las cosas
creadas participan de la duración mientras que Dios no y, que todas las cosas
creadas, mientras participan de la duración, aunque no tengan fin y de la
existencia en sí están privadas de aquella futura y eso porque debe ser
constantemente provista, mientras que en Dios no se le puede atribuir una
existencia futura.
La duración es, por su
parte, el atributo bajo el cual concebimos racionalmente la existencia de la
cosa creada en la medida en que se mantiene en acto. Para determinarla, la
comparamos con la duración de otra cosa que tiene un movimiento constante y
determinado, por lo que la comparación en sí, es lo que denomina tiempo. De ahí
que el tiempo sea para el filósofo neerlandés un modo de pensar, es decir, un
ente de razón que sirve para explicar la duración de una existencia cualquiera,
por intermedio de una percepción cuya imaginación se produce por un cierto
número y bajo una determinada duración y cantidad que acaece cuando se mueve
una parte de la materia a través del espacio así sea este de pequeñas
dimensiones. En esta circunstancia, el tiempo con el cual se mide será todavía
divisible y, en consecuencia, su duración.
Para finalizar señala
que antes de la creación no se puede imaginar algún tiempo ni duración, puesto
que ambos se inician en conjunto a la cosa creada. Leibniz consideró el tiempo,
al igual que el espacio como un fenómeno producto de un ente de razón y por lo
tanto no era verdadero ni real de por sí, sino parte de un conjunto de
relaciones de orden continuo y unificado, ordenes de coexistencia que excluían
el vacío e imposible de considerarlo ónticamente, es decir, como un
receptáculo, sino más bien como una idea basada en la conexión de las cosas. De
ahí que el tiempo era para él, una relación sincrónica de acontecimientos.
Kant, por su parte,
siguiendo a Deleuze y Guattari, reintrodujo el tiempo en el cogito. Este tiempo lo consideró de una
forma completamente diferente de la anterioridad platónica. El tiempo fue
considerado por Kant como una forma a
priori de la subjetividad, una forma de interioridad con tres componentes:
sucesión, simultaneidad y permanencia, que permitieron considerar el ‘espacio’,
el ‘tiempo’ y ‘Yo pienso’ como tres conceptos originales unidos por unos
puentes que constituyen otras tantas encrucijadas que permiten a su vez pensar
en nuevos tipos de relaciones. Según Deleuze, el tiempo para Kant era
trascendente.
Para Hegel,
invirtiendo la concepción kantiana, el tiempo es el concepto mismo que está ahí.
Es decir, un ahora, que indefinidamente se re-crea a sí mismo, por lo que lo
entiende como expresión de lo eterno, es decir, el tiempo es un concepto intuido que apunta a lo
absoluto y eterno en un proceso de reconocimiento de la propia existencia y la
propia actividad. Este proceso en sí es un desarrollo temporal cuyo curso está
determinado por el auto-movimiento del espíritu mismo que pasa a observarse no
como espíritu en el tiempo, sino tiempo en sí. En este sentido, el pasado y el
futuro son dimensiones del ser, que en un proceso de negación y de negación de
la negación conduce a la liberación respecto de la contingencia temporal
permitiendo la apertura a nuevos desarrollos que darán inicio a otro ciclo
histórico.
Por otra parte,
Wandschneider indicó que el concepto de tiempo en Hegel se deriva de una
carencia derivada de la existencia de un límite esencial de un espacio con
respecto a otro que representa categorías como pasaje, cambio y mudanza. El
tiempo es, de esta manera, el proceso del devenir entendido como una continua
autodestrucción donde el carácter del durar expresa el cambio de eso que
persiste y permanece coexistente.
El punto intermedio de
las concepciones del tiempo en Hegel (y podemos incluir a Marx por su carácter
teleológico) y las realizadas por Husserl, Bergson y Heidegger corresponde con
el pensamiento de Nietzsche. Husserl, en una estrecha cercanía con Bergson, tal
como la señalan Deleuze y Guattari descubrió que el tiempo, es decir, la
conciencia del tiempo era el fundamento de la conciencia en total. Para él el
tiempo es una “multiplicidad unidimensional ortoidea”. En esa tesis verá
Heidegger algo radical: la conciencia es tiempo y el tiempo es conciencia. En
ese mismo plano coincidirá con Bergson.
Para Bergson el tiempo
se confunde con la continuidad de nuestra vida interior. Esta continuidad es un
despliegue y un pasaje que expresa en si una transición artificialmente captada
y que es naturalmente experimentada que denomina duración. Por ello, para él el
tiempo es la propia fluidez de nuestra vida interior. En esta fluidez, no se
concibe el tiempo sin un antes y un después, por lo que, en sí, este es
sucesión. Ello significa que allí donde no hay alguna memoria, alguna
conciencia, real o virtual, no podrá haber un antes y un después, en
consecuencia, es preciso, para este pensador, que estén los dos para que haya
tiempo. En este contexto, la simultaneidad es la posibilidad de que dos o más acontecimientos
pudiesen entrar en una percepción única e instantánea. La considera en el plano
de la percepción y de los flujos. Llama simultáneas dos percepciones
instantáneas aprehendidas en un mismo acto mental, poniendo la atención más de
una vez en hacer de ellas una o dos a voluntad. Puesto esto, es fácil ver que
es de nuestro mayor interés tomar por 'desenvolver el tiempo' un movimiento
independiente de nuestro propio cuerpo. Este tiempo la sociedad lo adoptó para
nosotros con lo cual lo encontramos ya tomado. Se observa en el movimiento de
rotación de la tierra, pero, ha sido aceptado debido a que hay un viaje de
nuestro propio cuerpo, virtual, y es, en consecuencia, eso que podría ser para
nosotros el desenrollar del tiempo, o sea, como el trayecto de un cuerpo móvil
encargado de contarlo, que se exterioriza en duración[3].
De igual forma, llamó
simultáneos dos flujos exteriores que ocupan la misma duración porque están
ambos comprendidos en la duración de un mismo tercero, el nuestro: esa duración
es apenas la nuestra cuando nuestra conciencia ve solamente para nosotros, pero
se torna igualmente a ellos cuando nuestra atención abarca los tres flujos en
un único acto indivisible. La instantaneidad implica por tanto dos cosas: una
continuidad de tiempo real (duración) y un tiempo espacializado (una línea
simbólica de tiempo que describe un movimiento).
Así pues, la
simultaneidad en el instante y simultaneidad de flujo son cosas distintas que
se complementan recíprocamente, con lo cual, la simultaneidad entre dos
instantes de dos movimientos exteriores a nosotros que permite que midamos el
tiempo, pero es la simultaneidad de esos momentos con momentos marcados por
ellos a lo largo de nuestra duración interna que hace que esa medida sea una
medida de tiempo. Por ello, Bergson afirmó que medir el tiempo es enumerar
simultaneidades.
Duraciones diferentes,
es decir, con ritmos diversos, podrían coexistir, por lo que la consideración
de un tiempo material uno y universal es una hipótesis fundamentada en un
raciocinio dado por una analogía que se sustenta en la creencia de que todas
las conciencias humanas (que expresan duración) son de la misma naturaleza y
perciben de la misma manera. Como están lo suficientemente cerca las unas a las
otras pueden tener en común una porción externa del campo de su experiencia
exterior, generando una experiencia única. De ahí que se puede pensar en la
unidad de un tiempo impersonal. Esta es la hipótesis del sentido común que podría
ser igual a la de Einstein en el sentido de confirmar un tiempo único para
todas las cosas.
Finalmente agrega que
el tiempo espacializado es en la realidad una cuarta dimensión del espacio.
Solamente esa cuarta dimensión nos permitirá yuxtaponer lo que está dado en
sucesión gracias a que se le atribuye al tiempo una rapidez infinita. De ahí la
tendencia inmanente a vaciar el contenido del tiempo en un espacio de cuatro
dimensiones donde pasado, presente y futuro estarían siempre superpuestos. Ello
expresa una limitación, es decir, la incapacidad de traducir matemáticamente el
tiempo y el balizamiento para realizar paradas virtuales entre la duración
consciente y el movimiento real. El campo, en este contexto, mide solo una duración
en un tiempo mayor a un instante.
Vemos entonces que la
duración es el propio tejido de nuestro ser, de todas las cosas y de cómo el
universo es a nuestros ojos una continuidad de creación, puesto que esta es
experimentada, al constatar que el tiempo se despliega y no podemos medir este
sin convertirlo en espacio. En una posición cercana al pensamiento de Bergson
se encuentra la conceptualización realizada por Whitehead. Para Whitehead el
tiempo es descrito bajo lo que denominó Epochal
Theory of Time como totalidades discontinuas complejas o cuantas imposibles
de descomponer, cuya conexión es la que otorga la apariencia de continuidad al
tiempo, por lo que todo análisis de las entidades
actuales es solo intelectual, pudiéndose afirmar que la unidad de
composición de nuestra percepción del tiempo es la duración vista en un sentido
bergsoniano.
Heidegger, por su
parte, siguiendo el derrotero iniciado por Nietzsche y continuando lo realizado
por Husserl expresó que nuestra “conciencia” del tiempo, más exactamente,
nuestra temporalidad, se extiende directamente hacia lo pasado y lo futuro.
Ella es la forma originaria del estarfueradesí como estructura de la
conciencia. Este extenderse mismo constituye una dimensión patente que permite
comprender los entes a partir del Ser y éste a partir del tiempo. Este
extenderse no se prolonga indefinidamente sino se dirige a un límite último, a
un horizonte temporal del Ser. Por ello la temporalidad es extática y
horizontal y, finalmente, como la conciencia es la que se extiende así se puede
afirmar que ella misma es el tiempo.
De acuerdo con esta
orientación Heidegger distinguió dos grandes clases de entes y de modos de ser:
el ente que está patente a sí mismo (el Dasein
que cada hombre es, así como el Mitdasein
desde la perspectiva de su relación con el prójimo) y el ente que carece de
patencia (la cosa, el utensilio, la obra de arte, la naturaleza inorgánica, el
ente matemático etc.). Entre esos dos extremos se ubica su obra Sein und Zeit. De acuerdo con el
proyecto heideggeriano plasmado en esta obra, en ese momento histórico, la
distinción de los modos de ser ha de fundarse en la temporalidad. Para ello se
le hizo necesario mostrar que el tiempo mismo tenía una de ellas originaria,
peculiar al Dasein, y otra derivada, la
cual es a su vez es el origen de la idea vulgar del tiempo como sucesión de ‘ahoras’
que está en la base de la tradicional ontología de la cosa. Por ello consideró
que la temporalidad originaria no podía ser ella misma un flujo sino más bien
una patencia extática del tiempo como una dimensión, en la que existe
constantemente cada dasein mientras
está con vida que en sí corresponde con el concepto de eternidad tanto en el Timeo platónico como en la Metafísica aristotélica.
El hacer patente que
el estar fuera de sí designa de acuerdo con su fundamento temporal el
comprender (advenir, futuro), en el sentido de proyectar ese ente a sus
posibilidades ónticas y ontológicas (existencia); el encontrarse (sido,
pasado), en el sentido del sentimiento o temple de ánimo que revela cómo nos
encontramos en relación con otros entes a partir de la asunción de la angustia
como sentimiento principal y; el comportarse (presente) que supone un
ser-junto-a y un horizonte temporal que denomina presencia, la presencia es el ámbito del Ser cotidiano. Pero, en
este ámbito es dónde este Ser se puede apartar de su comprensión propia al caer
(caída) en la patencia de otros seres intramundanos.
En lo concerniente a
los horizontes de Ser (ser-posible y ser-ya), entre el comprender y el encontrarse
ya se puede observar la posibilidad de una pugna entre ser y ente. Como el Dasein es la unidad estructural
permanente del comprender, encontrarse y comportarse, se puede entender que
esta está en permanente movimiento a la verdad y no verdad y viceversa. La
unidad de esta estructura es lo que llama cura.
En palabras de Alberto
Rosales, el objeto de Heidegger con Sein
und Zeit, como ya indicamos, fue convertir al Ser en objeto de una ontología
para evitar la objetivación del Ser mismo. En este esfuerzo se produjo un giro
en la orientación del pensamiento del filósofo alemán cuya solución fue lograda
en parte al entender, en primer lugar, “el originario ocultamiento del Ser” y,
en segundo lugar, el aferramiento al “supuesto metafísico que la verdad reside
y se agota en la patencia de objetos para
el alma (humana o divina)”. De ahí el pensador venezolano infirió que
“si el comprender humano no pone ante sí al
Ser como un horizonte, y éste, en tanto originariamente oculto, no es una
hechura del comprender; entonces el Ser es independiente de éste, es
autoestante, si bien en una referencia necesaria al comprender en tanto sale de
su ocultamiento y se hace patente a él”.
La fuente de la verdad
en Heidegger no está en el alma sino en el Ser y en este contexto el Ser es a
la vez su ocultamiento y su patencia. Esto significa que las figuras del Ser
son, para él, “múltiples y diversas” y su desocultamiento debe desplegarse a lo
largo de la historia. La causa de esta afirmación obedece a que consideró que
si ocurriese lo contrario existiría el riesgo de que al hacerse patente el
hombre, el Ser se revelara por entero de una forma tal que “hiciera imposible
la historia futura” en el sentido de que dejaría de ser azarosa y “aboliera la
esencia de la verdad en tanto desocultamiento”. El modo en que acaece
concretamente la verdad del Ser es, entonces, la relación recíproca entre el
hombre y el Ser para garantizar el ocultamiento de éste. Este acaecer es un
movimiento circular que, como ya indicamos, Heidegger denominó ereignis.
Como se puede
observar, en el pensamiento de Husserl, Bergson, Whitehead y Heidegger se
produjo una ruptura en el sentido que más allá del concepto de sustancia
inmóvil que privilegio la filosofía a lo largo de la historia, estos autores se
orientaron a considerar el rol del acontecimiento desde una perspectiva
metafísica apoyándose en el concepto de tiempo gracias a la génesis y el
desarrollo de la física cuántica y del advenimiento del espacio de cuatro
dimensiones conocido como espacio-tiempo.
[1] El número lo entiende Aristóteles en dos sentidos: a lo numerado
y lo numerable, y a “aquello mediante lo cual numeramos”. Así pues, “el tiempo
es lo numerado, no aquello mediante lo cual numeramos. Aquello mediante lo cual
nulo meramos es distinto de lo numerado”.
[2] Como se
sabe, originariamente existieron diversos calendarios como el acadio-sumerio,
el judío, el egipcio, el maya y el chino. Todos estaban basados a hechos
físicos que le permitían en cierto modo producir sus medios para la vida. Con
el proceso globalizador iniciado con la conquista de américa se produjo un
proceso de estandarización del calendario, específicamente Gregoriano, que es
el que conocemos en el presente. Ver
al respecto: Stratfor (2016) “The Geopolitics of the Gregorian Calendar”. Austin. [Documento en Línea].
Disponible: https://www.stratfor.com/analysis/geopolitics-gregorian-calendar?utm_medium=email&utm_content=stratfor_analysis&utm_campaign=nid-203408&utm_source=Facebook
[3] Deleuze y Guattari, en este sentido, expresaron que la duración
correspondía a un tipo de multiplicidad “propiamente filosófica” que expresaba
la inseparabilidad de las variaciones que ordenaban mezclas y remitían a
variables independientes.
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