Llama la
atención la coincidencia existente entre la imagen que describen Deleuze y
Guattari con la imagen de la guerra que hizo Grimmelshausen. Para Deleuze y Guattari la imagen
del mundo se asemeja a una estructura arbórea caracterizada por ser
significante y estar jerarquizada y organizada de acuerdo con la existencia de
un poder trascendente. La visión de Deleuze y Guattari permite entender el origen de un estado
de guerra a partir del esfuerzo por mantener esa estructura en términos de
jerarquía y significado. La visión de Grimmelshausen que se muestra a
continuación permite entender de forma más clara el estado de guerra y los
actos que de ella se derivan.
Imagen de la
Guerra de los Treinta Años de Grimmelshausen en su obra El Aventurero Simplicissimus.
“Todos los árboles que rodeaban mi cabaña cambiaron de aspecto. Sobre su
copa se sentaba un Caballero y de la ramas colgaban, en vez de hojas, toda
clase de personajes> Muchos llevaban largas lanzas; otros mosquetes, fusiles,
banderas y pendones, así como tambores y trompetas. Daba gusto verlos con su
abigarrado colorido. Las raíces del árbol estaban formadas por gentes pobres:
artesanos, jornaleros, muchos campesinos y seres semejantes; ellos precisamente
prestaban al árbol su fuerza y, de vez en vez, lo renovaban del todo cuando la
perdía por completo. Incluso, para su propia perdición, reemplazaban las hojas
caídas. A todo esto gemían, no sin razón, lamentándose de los que sobre ellos
se asentaban. Y es que todo el árbol los aplastaba y exprimía de tal manera que
les rezumaba todo el dinero de las bolsas, y si algún doblón se resistía, era
extraído con el rastrillo del embargo militar; había que ver entonces como, con
los doblones salían los sollozos del corazón, las lagrimas de los ojos, la
sangre de las uñas y el tuétano de los huesos….”
“Y axial, entre penas y gemidos, era mucho lo que tenían que soportar
las raíces de aquel árbol. Las gentes de las ramas inferiores tenían que
esforzarse denodadamente para abrirse paso, y aunque eran más desenfadadas que
las otras, tenían asimismo temperamentos insolentes, tiránicos, impíos. Para
las raíces resultaban los demás una carga en todo momento insoportable. En
torno a ellos flotaba una guirnalda con esta leyenda”:
“No importa hambre o sed, frío o calor, trabajo o miseria: violencia y
abusos los cometemos los lansquenetes por doquiera”.
“Esta leyenda correspondía en verdad a sus obras: saciarse y
embriagarse, padecer hambre y sed, cometer tropelías y yacer con putas, jugar y
matraquear, vivir en la disipación, asesinar y ser asesinados, azotar y ser
azotados, meterse en cuitas una y otra vez, perseguir y ser perseguidos, robar
y ser robados, saquear y ser saqueados, sembrar el pánico por doquiera y
cosecharlo, vencer y ser vencidos; en suma causar dolores y sufrir
dolorosamente, este era todo su quehacer y todo su vivir. Ni el frío o el
calor, ni la nieve o el hielo, ni la lluvia o el viento, ni los montes o
valles, campos y pantanos, ni hondonadas, desfiladeros, mares, murallas, agua o
fuego, ni padres o hermanos, ni siquiera la perdida de la vida o del cielo
podían librarles de tal existencia. No, seguían ardorosamente hasta que
sucumbían, morían y se pudrían en batallas, asedios, asaltos, campañas, incluso
en los mismos cuarteles… quizá las de aquellos que por no haber matado y robado
lo bastante en su mocedad, se convierten a una edad avanzada en los mejores
pordioseros y salteadores del país. Inmediatamente, por encima de estos
personajes, tenían su asiento antiguos ladronzuelos de gallinas que, tras
largos años de dura lucha, se habían librado de las más bajas ramas. La suerte
les había preservado hasta entonces de la muerte. Estos tenían un aspecto algo
más satisfecho porque habían ascendido un grado más. Pero sobre ellos se encontraban
aun otros más pagados… El árbol mostraba después una interrupción o claro: una
parte del tronco lisa, libre de ramas, embadurnada con el curioso jabón de la
mala suerte. Casi nadie, como no fuera noble, tenía suficiente destreza para
subir por aquel punto, tan pulido como una columna de mármol o un espejo de
metal bruñido. Por encima estaban los de los escudos y blasones, jóvenes y
viejos. A los jóvenes los habían subido sus parientes; los viejos habían
ascendido por la escalerilla de plata de la adulación o por cualquier otro
medio semejante que los llevara de la carestía a la fortuna. Algo mejor
sentados estaban los de encima, pues aunque no dejaban de tener sus penas,
trabajos y luchas, disfrutaban de la ventaja de poder engordar sus bolsas con
el tocino que cortaban de las raíces merced a un cuchillo llamado contribución.
Cuando más contentos se ponían era cuando un recaudador volcaba sobre el árbol
para calmar su sed un cubo lleno de dinero. Lo mejor se lo quedaban los de
encima; los de abajo recibían tanto como nada. Por eso los que estaban más
cerca de tierra solían morir antes de hambre que a manos del enemigo, peligros
ambos de los que quedaban exentos los de arriba. De ahí ese incansable afán por
trepar. Cada uno quería subir al lugar más elevado, al más feliz. Había tipos
taimados, vagos y hasta indignos de comer del pan de munición que tampoco se
esforzaban en alcanzar puestos superiores pero que seguían, como los demás, el
camino que el deber marcaba. De entre los más ambiciosos de abajo, si entre mil
había alguno que alcanzaba el lugar deseado por la caída del otro, era tal el
número de años que exigía la lucha que, logrado el objetivo, se veían en una
edad más apta para sentarse al lado del hogar que para enfrentarse en batallas.
Si, por casualidad, se trataba de un hombre verdaderamente justo y animoso, que
se portaba con arrojo ante cualquier peligro, entonces todos le envidiaban y se
exponían a perder por una nimiedad el cargo y la vida. Si un oficial tenía un
buen sargento hacia lo posible para no perderlo, cosa que ocurría no bien
ascendía. Por ello en lugar de los soldados veteranos, ascendían los
chupatintas, lavaplatos, tiralevitas, nobles arruinados y demás parásitos
hambrones que una vez ascendían robaban la comida de la boca a los dignos
soldados”.
“… de pronto observe que todo el país estaba cubierto de árboles
semejantes que se agitaban, chocando ruidosamente unos con otros. Aquí y allá
caían mozos a montones: uno perdía un brazo, otro una pierna, el mas allá la
cabeza. Prestando más atención, me parecieron ser todos juntos un árbol, sobre
cuya copa se erguía el dios de la guerra, Marte. Sus ramas cubrían toda Europa
y bien podría haber dado sombra a todo el mundo entero. Sin embargo, los odios,
la malicia, las envidias, el orgullo y la avaricia, entre otras bellas virtudes
a las que sumaban un furioso viento del norte, lo sacudían violentamente hasta
hacerlo parecer incluso delgado y transparente, de modo que su aspecto hacia
justicia a los versos inscritos en su tronco”:
“La encina azotada y herida por el viento
las ramas se rompen y mueren de sufrimientos.
Las guerras internas y las luchas fraternas
todo lo trastocan y se siguen las penas”.
(1669/2008:50-53 y 56-57).
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